viernes, 26 de febrero de 2010

Instrucciones para contarse los dedos



¿Qué pasa con el puño cuando se abren los dedos?

-Pregunta zen

Si tuviera que explicarle a mis dedos que –literalmente- cuentan conmigo por un humilde y honesto agradecimiento por lo que han hecho en aras del contagioso eco de realidad diaria, seguramente lo tendría que hacerlo con mímica.

Dibujaría una casa en el aire. Desde la ventana más cercana al piso sacaría la mano para agitarla en signo de saludo alebrestado a mi mano que lo responde igual. O tal vez subiría al ático a buscar un par de guantes a la medida y lanzarlos como ofrenda y entrevista al viento en lo que toca su destinatario.

Imagino el arte de jugar billar, tomar café o escribir estas letras si la mano no tuviera dedos. ¿Cómo diez filamentos pueden hacer una diferencia que seguramente modificarían el tránsito de la historia? Simple: los detalles no necesariamente lo son.

Pero por más que apilo estos dedos en malabáricas formas, y los hago parecer extremidades, rorschach o palillos chinos, los dedos no dejan de ser las pinzas del robot que en algún momento somos.

¿A quién ha saludado tu mano? ¿Qué tanto ha tomado, tocado y sentido que te honras y te arrepientes? (naturalmente no al unísono). ¿Cuánta sorpresa ha perdido por el hecho de saber qué se siente sentir?

-Uy, mano, si yo te dijera…

Las cosas no suceden por azar. El lío en la fábrica seguramente comenzó con el primer prototipo. ¿Simétrico o asimétrico? ¿18 dedos o cinco por mano? Lo curioso es que el cuerpo tiene tal maravilla que al estar dentro de él se toma como dado y pronto la mano busca el control de la tele para desaburrirse de sí misma.

Basta verte las manos. Encontrar arrugas nuevas, o por lo menos conocerlas, algo que sería lo más parecido a saludarte a ti mismo. Pero, por el contrario, nos damos la señal del dedo medio cuando se trata de onfeccionar un ejercicio introspectivo. Evitar el contacto, la sorpresa el registro minucioso nos hace indistinguibles de un wc.

Los dedos murmuran. Diariamente se cuentan a sí mismos como cuando en la primaria tomas distancia y volteas a ver cuántos pelados hay detrás de ti. El dedo meñique guarda penitencia hasta en su nombre. Sea en el pie (aunque muchos aseguran que es crucial factor para guardar equilibrio) o en la mano, todos los apuntan que –de ser racistas- discriminarían al pequeño por inútil. Como sea, el índice es el del prejuicio, el medio el del estilo, el anular para flashear el compromiso y el pulgar permite la palanca.

Voltear a ver los dedos es prender tu propio History Channel. Uno de los múltiples testimonios que guardas está precisamente en la palma de tu mano. No es la misma mano la de un carpintero que la de un banquero, la de un piloto que la de un sastre, la de un minero que la de un modelo. La huella indeleble de la vida por el paso dactilar y metacarpiano tampoco deja de ser algo por lo cual valga tomar un minuto y contar del uno al diez.

¡Rediez!

jueves, 18 de febrero de 2010

Instrucciones para caminar por la calle (2)


No problem is so formidable that you can't walk away from it.

-Charles M. Schulz


No puede medir más de un metro y medio. Pensaría que cada centímetro avanzado es un kilómetro y nada impide que así lo sea. La silueta negra que se dibuja imantada a los zapatos burla el juego de rol y se dedica a la sombría respuesta en silencio ante el dilema de saber qué es la calle: ¿el suelo o el cuerpo?

En medio de semejante ocio comparable sólo con la lectura de estas letras, un soliloquio como el anterior es común en una caminata callejera. Sólo que hay otros. Caminan. Pedalean. Tienen auto. Y confluyen en lo que llamamos “afuera”.

A esa altura del camino, lo mejor que le puedo encontrar a un automóvil es que no salga de su cochera. ¿Cuántas veces fantaseas con el elixir trasnochador de encontrar las calles solitarias, libres de usuarios y construidas exclusivamente para tu paso imperial digno de ser visto por absolutamente nadie?

Por lo visto, los automóviles y sus larvas parecen no haber leído esta columna y deciden salir hasta de las coladeras. A borbotones. Se restriegan sobre el asfalto y se proyectan uno a otro. El vómito es implacable y la esteatorrea vial hace que hasta el pedestre más agudo, pierda varias importantes fibras de realidad que obran sobre claxonazo y mentada.

Entre cebras y gusanos blancos y amarillos se encargan de remozar el ágora donde cualquier derecho del peatón es doblado, hecho moño y regresado de donde vino. La urbe no es un lugar para caminar. Y aún así, se encuentra espacio donde no lo hay.

En pocos minutos el horizonte se transforma en un discurso de metabolismo de hojalata con serios problemas digestivos. Líneas colindantes por cualquier resquicio: desde el camión que rebasa con nanomilímetros de distancia a la señora gigahistérica, hasta el guiño vertical del oficinista que –una vez más- llegará tarde (pero eso sí, ¡qué a gusto le supieron sus diez minutitos extra!).

La inspiración del apocalipsis inducido a diario puede ser estudiado desde la acera, cuando no haya ciclistas, baches o recursos de este mismo caos que atenten contra el mismo proceso de la observación. Caminar será entonces una excusa para celebrar que no estás preso en el receptáculo de lámina, con la tensión muscular a tope y la velocidad en cero.

El golpeteo del zapato es importante. Necesariamente tiene que ser rítmico ya que adereza el andar y habla del vicio de poner atención en todo. Supongo que ahí se esconde otra aplicación del dicho “zapatero a tus zapatos”. Pero no todos encuentran en el pendular de las piernas el sabroso ejercicio de reconocer la postura erguida y permitir que el fragmento de realidad entre por toda ventana abierta. Precisamente por esto, y en virtud de contar con vitrales, la oportunidad es gritona. Grosera. Y cae bien, como señora gorda de mercado.

El ejército de estímulos sensoriales tiene que ser domesticado como a la fiera misma del discurso interno. Tal vez por eso sea tan placentera la caminata a solas, entendida como un gimnasio para aguantarse a sí mismo.

Y en ese viaje que coquetea inconscientemente con un solipsismo acaramelado navega el ingrediente común de cada uno de los lugares percibidos durante la caminata: el tufo individualista del monstruo vehicular que se despedaza y desmembra por el gusto de estar desesperado y me vale madres lo que piense el de adelante (o el de junto, o el de atrás, o el otro de junto, o el de abajo, o el de arriba); el autista que prefiere escuchar a Morrisey mientras corre para hacer de cuenta que todos los días son domingo; la anciana que tiene por profesión ver por la ventana sin siquiera saber qué es lo que ve; el policía que cree que por mover los bracitos con mayor aspaviento el tránsito correrá con mayor fluidez; el orgulloso dueño de dos perros de impronunciable raza que defecan cada tres ladridos (los tres) y dejan sus residuos como testimonio de su existencia.

Caminar es un viaje interno, sobre todo. Es sentir el mundo sobre los zapatos y el espacio sobre el pecho. Es saber mojarse cuando llueve y secarse con un trapito de espontaneidad y parsimonia.

Caminar por la calle es descubrir que nunca te habías permitido hacerlo como lo puedes hacer y reconciliarte con el oficio de sudar un poco.

viernes, 12 de febrero de 2010

Instrucciones para hacer el amor



No hay amor infeliz. Sólo se tiene lo que se tiene.

No hay amor feliz. Lo que se tiene ya no se tiene.

-Marguerite Yourcenar


Nunca entendí la cercanía suicida que tiene el amor con la muerte hasta que las condiciones y condicionamientos mostraron los oscuros parajes del desamor y con ello de una especie de antimuerte más viva que tu respiración.

Recuerdo con emoción cuando en una clase de secundaria la maestra más buena onda de toda la escuela explicó la raíz etimológica de la palabra amor. Por unos momentos, el salón entero guardó un minuto de silencio (y sólo uno), no sé si para saciar morbos, escuchar algo que nunca más tendrían oportunidad, o si era una especie de luto premonitorio. Amé la explicación. Amé a mi maestra. Amé el momento.

Mi maestra de filosofía se transcribió a sí misma en imágenes refinadas y puntillistas. Amor está tan envuelto de muerte, que en su significado esconde la guadaña: amortis: suspensión de muerte. Ponerle pausa a ese proceso. Otorgar un rescoldo de libertad, vivo, en una canoa, dentro de la calma laguna de la muerte.

De inmediato imaginaba un cuadro de Edward Munch y en él mi cara de grito interno frente a la desesperación por una explicación tan… tan… tan cierta para mí y para mis subsistemas. ¿Qué otra cosa es el amor, sino una suspensión? ¿De qué? De todo lo que quieras. El problema es cuando claudica dolorosamente con la materia de su propia génesis: la suspensión de dicha suspensión.

El amor puede ser entendido como lobotomía, circuncisión o cirugía (a corazón abierto) o hasta herida de muerte, si es cierto que hay una ruptura, una pausa, una distensión. Salvando cualquier cliché del Siglo XII, con trovadores y juglares que entendieron el cortejo a la mujer como el de un vasallo a su líder, el principio del amor radica en la compleja naturaleza humana y su vocación por apadrinar, engendrar, hachizar, eructar, patear y hasta disparar experiencias que serán fotogramas de su vida.

Por eso el amor salpica ingenuidad al querer abrazar un instante para la eternidad y convertirlo en un objeto de apego, como el reloj de la abuela en la vitrina. Puede ir por ahí la comprensión de la consubstancialidad del amor y la muerte entendidos como un brote temporal que emancipa toda lógica: después de todo, ¿quién es el chido que se avienta a entender al amor? ¿Y desde qué perspectiva? ¿Y para qué? Mejor amar y no pretender entender el acto febril del amor.

A estas preguntas –desde chico- me hacía otras, entre las que nadaba de muertito: “Por qué se dice: hacer el amor?” ¿El amor se fabrica? ¿Se construye? ¿Se edifica, arrojando cualquier metáfora a un lugar del cual no pueda aparecer? El amor –al ser energía- tal vez no se fabrica, aunque ciertamente se cultiva.

Pero el acto de la consecución amorosa, donde dos retan la geometría y encuentran en el espacio la vertical propicia para fusionarse, confundirse y disolverse, revienta centellas que en una de las miles de interpretaciones es tildada como “la muerte chiquita”.

Por eso, para hacer el amor, uno tiene que ser valiente. Es indispensable saber que eso –lo que sea que siente- es transitorio desde la epiglotis etimológica. Para hacer el amor uno requiere saberse hacer el amor a sí mismo fuera de la dimensión puramente genital e incluso física. Hacer el amor es reblandecer la conciencia con la sorpresa de la emoción y la emergencia de la espontaneidad.

Para hacer el amor uno requiere estar en un manicomio sexy, con celadores eruditos (in technicolor), paredes rojinegras, dimmers díscolos, incienso intoxicante y… estar vivo. Por más lubricante que riegues en el huerto, sin experiencia no hay cosecha. Pero… ¿cuántos muertos en vida conoces? ¿O cuántas veces te has dado los santos óleos? ¿Incluso por amor? ¿O desamor?

Borges (sí: José Luis) decía que el amor era una trampa que dios tendía para perpetuar la especie. Desconozco los planes de dominación mundial de dios, pero al menos -en el dominio de la conciencia- cada quien libra este amor y desamor entre su vida y su muerte, con las más sabrosas ganas de protagonizar su propio guión.

Y que la cobija nos ampare (en lugar de la esquizofrenia).

viernes, 5 de febrero de 2010

Instrucciones para renunciar




There's no such thing as quitting. Just sometimes there's a longer pause between relapses.

-Alan Moore


Hay quien ve al estoicismo como herramienta y quien lo ve como refriega. Si se encuentran en la calle, igual cruzarán miradas y seguirán un rumbo browniano. Igual que el de sus prejuicios y negligencias.

Pero hay también momentos en los que el momento es lo de menos por traer consigo una nutrida cantidad y calidad de ollas express que impiden seguir el rumbo, por errático que éste sea. La presión invade. Sutura.

Desde niños hay ollas express con su ruido excepcionalmente blanco. Expectativas, reconocimiento, desempeño, y la competencia malentendida obran como libro de texto, no precisamente gratuito (ni fortuito), para el resto de los días.

En ese trayecto, cuando uno hace una progresión lineal de sus anécdotas y sus anémonas, es cuando al más puro estilo de una cuenta T, se arroja el resultado: “T friegas: es momento de crearlo (el momento y el resultado)”.

Para renunciar tiene que haber dos polos. Uno de ellos debes ser tú y tu manifiesta inconformidad. Al ser eso (polo y externo) es importante no perder de vista que todo el tiempo, lo que sea que pienses y opines será una versión y una percepción parcial. Sesgada. Por ello basta ajustar el enfoque, el ángulo y la perspectiva para dar fe de cómo cambia dicho polo.

Si a pesar de estos ajustes el polo no cambió como para estarse en paz, habrá que ponderar el otro polo. Y es ahí donde la decisión oprimirá varias veces “escape” en tu teclado mental.

El otro polo parece ser no sólo un polo. Por decirlo de otro modo, los argumentos sobran, pero aún así se siguen buscando indicios para actuar al respecto. Pero sin importar la versión de que se trate, uno sabe bien cuando el vaso está lleno.

Para renunciar basta una firma. Parece raro que en un mundo donde el hacker y el phisher son los nuevos delincuentes a detectar, con una firma selles el compromiso o la ausencia de éste. Me quedo pensando en el momento en el que uno confecciona su firma. ¿Realmente podríamos imaginar todos los lugares y papeles por donde pasará ese garabato que según los grafólogos nos define como personas, y según las personas nos define como consumidores?

La firma puede parecer sobrevalorada, después de todo es un garabato que puede ir desde la caligrafía de tu nombre, a tres equis bien puestas. Pero esa firma, ese identificador, ese poder es el que deja testimonio de que fuiste tú y no una memoria anónima quien se apersonó.

Una carta de renuncia es hueca en fondo y forma. Es en cierto modo, un paño de lágrimas, un trapeador y un desinfectante. Para redactarla es indispensable estar dotado con cierto cinismo conocido en el mundo moderno como diplomacia, y para entregarla se requiere saber que un ciclo ha quedado en esa carta.

Ciclos. Renunciar tiene que ver con ciclos. La fuerza gravitacional de estos ciclos es la misma que en un momento evocó una liga y en esta ocasión ruptura. ¿Qué otra cosa somos más que un bonche de ciclos? (muchos de ellos inadvertidos)

Identificar los polos, empuñar la pluma y despedir la firma, así como reconocer estos ciclos, son sólo parte de la voluntad y del hartazgo; de la fractura de la cual emana un nuevo (ilusorio) piso, que eventualmente se fracturará también. Sin temor, sin hallazgo, sin melancolía ni traspaso. Sin exceso ni soberbia, sin shit happens ni mal que dure cien años. Sin excusa.

Por eso renunciar cuenta con más de una connotación. Si en un momento dado se puede renunciar a este estado cíclico y reiterativo vía el reconocimiento del hartazgo de ello, entonces por medio de la firma de la claridad de la conciencia se abrirá una posibilidad de encontrar algo visceral y burbujeantemente nuevo.