lunes, 26 de abril de 2010

Instrucciones para tocar el claxon




I love deadlines. I like the whooshing sound they make as they fly by.
Douglas Adams

Pocos instrumentos se nos dan con tal docilidad y soltura. Tenerlo ahí enfrente por tanto tiempo y en semejantes condiciones hace las veces de convivir con alguien en una isla desierta.

Si por medio del poco recurrido ejercicio de la imaginación levantas tu auto de frente, empotrado sobre la defensa delantera, verás que una sospecha no es del todo lejana: el cláxón es el área genital de todo coche. Por eso la preocupante cercanía y acceso al conductor hacen que en momentos peculiarmente álgidos se dé la sonora interacción.

El hombre es un ser tan autocentrado que ni siquiera se da cuenta de ello. Hasta en un vehículo busca reflejar imagen y semejanza, y peor aún, proyectarle atributos que todos saben, pero quieren ignorar, que suman a la personalidad y carácter del dueño en turno.

Si los faros son los ojos, la voz será la bocina. Este grito escuálido (misteriosamente el claxon de un subcompacto es agudo y el de un tráiler grave) tiene la función convencional de llamar la atención de extraños enemigos. Y hay numerosas y creativas formas de hacer esto.

Los tuneados microbuses se las ingenian para que en conjunto con la alfombrita en el tablero, la bola ocho en la palanca, el altar a todos los santos y accidentes posibles, así como el neón en placa y chasís, el claxon tenga un carisma imperativo en la complicada misión de domar el asfalto. Gritos de tarzán, la Macarena, Lambada, trinos de ave y otros sinfónicos encuentros musicales adornan como serie navideña la calidad acústica de la ciudad.

Las patrullas y su tosiento pato se abren paso mientras bicis humildemente accionan la campanilla o la trompeta. Todo es color y decibeles.

Si bien parece que el frenesí nos invade y hacemos uso indiscriminado del claxon, es justo decir que lo que pasa en el sureste Asiático nada tiene que ver con lo que aquí oímos. La India y Nepal, por ejemplo, son odas a la bocina. Los conductores han ideado -a una mano- cómo conducir e ir tocando el claxon al mismo tiempo. Lo que sucede es que allá la bocina equivale a gritar "ahí voy y no pienso frenar". 10 minutos en alguna de sus conflictivas ciudades ponen a prueba la paciencia más zen.

Recuerdo cuando en una época a algún creativo se le ocurrió idear un aparato con un pad con números como teléfono, donde podías ejegir entre cientos de sofisticados sonidos a modo de claxon. El sueño de todo buen microbusero.

Tocar el claxon, entonces, te hace más intolerante ante tu propia fragilidad en el embotellamiento.

¿Qué pasaría si los autos no tuvieran claxon?

Tocar o no el claxon. He ahí el dilema.

viernes, 16 de abril de 2010

Instrucciones para saber que no es sábado



Life is a wretched gray Saturday, but it has to be lived through.

- Anthony Burgess

Los sábados solían ser mis amigos.

Nos reuníamos una vez a la semana, y lo que me gustaba era la inquebrantable puntualidad de nuestras citas. Por ocupados, ansiosos o flojos que pudiéramos estar, siempre, siempre acudíamos a nuestra reunión en donde, por cierto, bebíamos y fumábamos cobijados en nuestra charla hasta que la mañana y su cinismo lo arruinaban todo.

Los sábados eran buena onda, como el cuate relajado que parece no importarle el mundo o andar desnudo por el bosque. No como los pesados lunes que ni ellos se aguantan, y no se diga de los martes, esos inadaptados sin personalidad que ni miedo dan.

Pero con los sábados había cariño y había onda. Llegamos a conocernos tan bien que hubo días en los que confieso que no salíamos de la casa, y empijamados, veíamos el día pasar sin la nostalgia del domingo.

Pero hubo un día que todo lo cambió. Fue un jueves, y no por eso les guardo rencor o antipatía. Simplemente nos respetamos y ya. Un mal jueves fue el que en secreto me confió que los nombres, los días y cualquier elemento que pueda ser registrado por alguna ventana sensorial, representa sólo una designación conceptual.

El día empalideció. Como en el más grande y grave de los terremotos de moda, cualquier cosa que veía se caía a pedazos, en lajas verticales que se hacían polvo (precisamente).

Jueves lo había llevado a cabo. Puso la aguja en el globo y cachondeó con su fuerza e insistencia hasta que finalmente lo hizo. Dobló la aguja y con ella, mi percepción de lo que sea que haya allá afuera."¿O sigues pensando que lo que tus caducos cinco sentidos alcanzan a registrar, es todo cuanto hay?" remató jueves citando a su maestro miércoles.

Ahí quedaron los nombres y los divertidos adjetivos que imponía. Como designaciones conceptuales proyectadas por nosotros y nuestros condicionamientos.

Por eso un domingo puede verse como lunes.

Porque será cualquier cosa que decidas proyectarle.

Y aún así seguirá carente de aquello que le imputes. Eso fue lo que le aprendí a un jueves en un sábado, de un miércoles.

viernes, 9 de abril de 2010

Instrucciones para hablar sin teléfono


El silencio es un privilegio, no una obligación.

No han sido pocas las ocasiones en las que solito me he metido en problemas y ni se me había ocurrido que eso terminarían siendo.

A veces me gustaría practicar una resonancia magnética por cada parte de mis pixeles para ver dónde es que tengo ese imán. Y entre más lo pienso menos claro es.

Somos seres con tremendas carencias, entre ellas, la que faculta ponderar el modo más pertinente para llenarlas. Por eso, por la ingente necesidad de llenarlas (desde la condición social de reconocimiento hasta la perla sexual que parece ser panacea) hace, y no en pocas ocasiones, que figuremos como minotauro de un laberinto propio.

De por sí la relación interpersonal es como desactivar un explosivo: cada minucioso movimiento puede parecer que no genera mucho... hasta que te ves pidiendo "perdón, perdón, perdón" o "porfa, porfa, porfa". Las variables son tantas y tan complejas que ni se pelan y en cambio se subestiman: "total, ¿qué puede pasar si le digo lo que sé que no debo decirle?"

Somos seres tan extrañamente complejos que ni para advertir eso hay simplicidad. Basta imaginar la intrincada red de tubos y fluidos que cargamos dentro para saber que con esa misma dimensión y conciencia tendríamos que bucear en silencio. Observando el contorno del instante y su entretenida capacidad de describirnos se puede erigir un momento que dé pie a otro. Uno en donde ya no sea el acto de entretenimiento el que mueva, sino el del gusto por entender el sentido del mismo, así sea en silencio.

Para hablar, uno requiere de cadencia, ritmo y contenido. Hay técnicas para modular la voz, pero no así para obtener sentido común. Si en algún momento has hablado contigo mismo, entenderás que el proceso de comunicación es complejo por la carga emotiva y proyectiva que de él se emana. Se crean mundos y monstruos. Salen de la boca serpientes que sin reparo emanas, y tampoco podrás controlar.

Y por más ilusorio que sea el concepto del control, es cotidiano que no se midan las consecuencias de cada letra que se arroja, pero esto es muy diferente a que no haya tales.

Uno es dueño de sus palabras, como de su silencio.