lunes, 28 de febrero de 2011

Instrucciones para adoptar una costumbre



La pobre no tiene tutor ni tutorial. Tal vez por eso sea contundente su atracción.


Te acostumbras a la comida fría, al  respondón en público, al intermitente Territorio Telcel, a escuchar y procrear mentiras, a sobrellevar tu vida… menos a no comer y a dejar de ser víctima de acostumbrarte a algo.

Se necesitan 21 días para cobijar a una de estas pobres, y para llamar la gravedad del peso de su orientación basta un instante.

En esas tres semanas se gesta una organización de comités de acoplamiento de hábitos, no necesariamente con un corte democrático.

La tiranía del impulso condicionado es el verdadero incubador en esta cuna de adopción. Mece al recién pensado con rostro de insana ternura en tres tiempos: uno para embelezarlo con inconciencia, otro para dormirlo festivamente y otro para proyectarlo con normalidad por los días venideros bajo el más astuto síndrome de adecuación. O sea, para hacer de cuenta que no hay cuenta, porque a no tener cuenta es a lo que te estás acostumbrando con el simple hecho de acostumbrarte a lo que sea que te estés acostumbrando.

Pero sin rima peligrosa ni acento extraterrestre, vale poner el tentáculo ahí: cuando te acostumbras, pierdes cierta cualidad humana.

Piénsalo en términos de un beso. ¿No es patéticamente execrable ver cómo un par de esposos se despiden lanzando un besito por el aire? ¿O qué tal cuando te ponen a modo de “Ahí te ves” un cálido y apreciado “Besos”? Por favor, cuando te hagan esto, responde de inmediato con la pregunta “¿Cuántos?”.

Acostumbrarte a cualquier costumbre no puede terminar nada bien. Sea a los golpes o a los cariños, esta costumbre termina elaborando facturas difícilmente pagaderas en una sola exhibición.

Para acostumbrarte a algo lo primero que hay que hacer es rendirle culto a la zona de confort. Permitir qie el día gobierne la sorpresa y que la rutina se transforme en ley absoluta. Poner cara de zombie o de güey (es lo mismo, pero una tiene un grado mayor de sofisticación) es mandatorio. De nada te servira acostumbrarte a lo que sea si no demuestras tu hipnótica adicción a la complacencia por ceder tu vida sin intereses (en cualquiera de sus sentidos).

Por ello habría que abrazar esta adecuación con el mayor sentido de onanismo y hacer a un lado cualquier pusilánime posibilidad de generar frescura de pensamiento para comprender con ello que la llave se llama instantes de conciencia. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué consecuencias?

Mientras no haya respuesta, no habría por qué (ni para qué) acostumbrarte a desacostumbrarte.

sábado, 19 de febrero de 2011

Instrucciones para abrir (y cerrar) los ojos



Hasta en el magro asunto de cerrar los ojos existe una veta con capas geológicas a investigar. E instigar.

El aleteo sutil que precisa ser el parpadeo lleva a un automatismo que, como todo proceso automatizado, paradójicamente se deja de observar y se gesta con la misma destreza con la que un contador saca una básica y eficiente suma fiscal.

El objeto ya no es pagar un deber, sino ver cómo se toma un atajo, se saca el mejor partido y se aprovecha de la situación contable. Muy parecido que con cerrar los ojos.

Si con esa maestría y artimaña se decidiera dar cabida a la espaciosidad de la atención en algo que puede ser instantáneamente misterioso y común como el parpadeo, la oportunidad de realmente ver se daría, precisamente, en alta definición independientemente de que estuvieran abiertos o cerrados los ojos.

Con recapacitar un momento se entiende que los ojos siempre están abiertos y lo que se abre y cierra como válvula de filtraje en relación a lo interno y lo aparentemente externo, son los párpados.

He visto párpados tatuados con un dibujo de un ojo y lo que de inmediato pienso es el afán por observar, por inteligir y decodificar, por encima de guardar la vista para uno mismo. Pero si en este último actuar reside la capacidad de comprensión del método y el proceso, se comete un grave error a nivel civilización, al pretender dirigir con primaveral onanismo la atención hacia afuera y querer comprender la realidad con el método externo como base y resultado.

Si en efecto se tratara de lubricar el ojo, basta pensar que esa leve, inmediata oscuridad y breve revisión de la ventana interna (algo mucho más real que cualquier reality check) es lo que en realidad lubrica eso: la ilusión de la realidad. La capacidad de creer que lo que desvela y permite un par de párpados es the real thing. Tan real y tan thing , que ni siquiera reparas en cualquier otra posibilidad.

Parpadear no tiene mucho sentido fuera de ese lavado y engrasado inmediato. ¿Qué pasaría si el proceso mecánico fuera a la inversa? Es decir, que constantemente hubiera visualización interna y de vez en vez se accediera a abrir el ojo, como para saber que lo que sea que hay allá afuera está condicionado por el mecánico accionar de la percepción, detonada y sagazmente manipulada por todo tipo de filtros emocionales e histórica y contextualmente condicionados?

Por ello, parpadear es más arquetípico que funcional, si es lo que quieres. Quien pueda contar sus parpadeos diarios recibirá el premio de estar alerta. Quien pierda la cuenta tampoco importará si lo que hace es capturar la esencia del ejercicio. Quien parpadea como si fuera una obligación, de ese modo transita por este suelo (que debería ser para él, subsuelo).

Parpadear es algo tan minúsculo y pasajero que seriamente pone a discusión el concepto y validez –sobre todo vigencia- de ‘Ahora’.

lunes, 14 de febrero de 2011

Instrucciones para tener más followers


Si algo hay que dar crédito a la Web 2.0, es que su espíritu voraz y ventajoso no tiene límite.
Piénsalo un momento: en la Web 1.0 el editor era el responsable de los contenidos de los sitios y el lector, de algún modo se quedaba inmóvil, al borde de la pantalla con toda la pasividad que puede generar una lectura.

Para la versión 2, esto cambió. Imagina la red (al más puro estilo Farmville) como una parcela de campo donde el dueño permite que entre quien quiera para que la siembre y la cultive. El morbo, la curiosidad y las ganas de compartir miradas a otras tierras será el punto de gravitación, pero al final del día, el dueño de las hectáreas será quien lucre con lo que otros producen. El público es el generador y consumidor del contenido y el dueño no mueve un dedo.

Era lo que le faltaba al absurdo para que esta época lo adoptara como badge recién adquirido en Foursquare. El ego y el ocio instan a que se ventile la comunicación del modo más volátil posible. 140 caracteres. Unos cuantos segundos. Salir del anonimato y volverte trend topic. Hacer grupos y regodearte como fabricante de algo que es intangible. Estar enredado. Literal.

La vida en la red es lo más parecido a verte como araña. Tejes varios filamentos que bien podrán operar como obstáculo, y requerirás múltiples brazos y ojos para poder revisar tus cuentas y cuentos.

¿Qué twiteas para ganar aprecio en la Red? Hay quienes deciden generar una bitácora de su día, en respuesta obvia de que no hay quien lo escuche. Hay otros que optan por revelar que está desayunando un kiwi como dato quintaescencial para el desarrollo de la civilización. Y en teoría la herramienta está ahí para que compartas al mundo la respuesta personal al “¿Qué está pasando?”

Naturalmente, en la medida en la que parezcas más inteligente, más irónico, más sabio y más oportuno, será el grado en el que consigas más followers en el holográfico mundo donde un follow es el nuevo abrazo.

Para que alguien te siga (a menos que hayas estrenado la loción que te regalaron en Navidad o seas Mubarak sin escoltas), requieres tener algo de valor. Y ese es precisamente el punto: en las redes sociales vales con una métrica más cool, lo que permite que nerds y geeks estén mucho más emocionados que el verdadero cool análogo.

Ahora tu reputación se mide en cuántos pelados siguen lo que sea que tengas que decir. Sea tuyo o pirateado. El chiste es que parezcas inteligente, cool, único o gracioso. De este modo quien te siga tendrá un texto que copiar o piratear para buscar que alguien más lo siga.

viernes, 4 de febrero de 2011

Instrucciones para saludar a alguien


El paso medido, cronometrado y calculado para evitar toparte con alguien, usualmente desemboca en lo contrario. De este modo, verle a la cara es equivalente a verte la cara:


"¿Cómo estás?"
"Bien, ¿y tú?"
"También"
"Bueno, tengo prisa, bye"
"Sí, yo también, adiós"


El saludo se ha vuelto cosa tan mezquina, rutinaria y burda, que los diputados deberían dejar sus insultos y sus iPads por un momento y promover una iniciativa para derogar los saludos al ser éstos, un cliché y lugares comunes esparcidos de un modo hipócrita y poco elegante.

¿O qué quiere decir el "Bien, gracias ¿Tú?, si no es "Me da lo mismo, quiero evitarte, pero tengo que ser diplomático"? Ese 'bien' no sólo navega en una amplitud de disonancia, sino en un resorte para esquivar una plática no deseada. Por lo mismo, no necesariamente la respuesta estriba en que estés bien o mal, sino en que estés.

Por el contrario, la respuesta más honesta tendría que ser 'mal, estoy mal porque no sé cómo decirte que no te quiero saludar'. Ahí tienes, por ejemplo, la diplomacia al saludar en Egipto.

Un saludo es reconocer a alguien y expresar lo que sea que esto provoque en uno: usualmente alegría o sorpresa. Paradójicamente con este momento, la historia del saludo data de 5 mil años atrás, en tierras egipcias y mostrado en jeroglíficos, donde por medio de estrechar un par de sudadas manos, se sellaban pactos entre hombres y deidades.

En Grecia y Roma se acostumbraba saludar chocando las manos, pero con una pequeña variante a la de hoy: tenías que tomar la muñeca de la otra persona y el apretón tenía que ser sustancialmente fuerte.  Esto se le atribuye a que cuando se encontraban dos aldeanos de distantes pueblos, lo primero que debías hacer era pacíficamente retirar sus dagas y ver cómo reaccionaba la contraparte. Si ésta hacía lo mismo, entonces se guardaba el arma y agarrabas fuertemente la muñeca derecha de la otra persona para que no sacara su arma y te apuñalaran a traición. Sólo así podían hablar tranquilamente.

En la Edad Media se daba la mano contraria al lugar donde llevabas tu espada, (que solía ir colgada a la izquierda) al ofrecer esa mano el contrincante observaba que no ibas a sacar la espada y apañarlo cual sanguijuela.

Poco a poco, el saludo fue evolucionando en una camaradería, hasta que hoy se encuentra, casi como una App en iTunes, como un must, como un gadget pasado de moda, como un auto 1999 en lamentable estado: ¿Qué significa: “Besos o Xoxo”, por ejemplo? El descarado nivel de lejanía proxémica nos hace tamagochis alimentados por estímulos semiautómatas.

Y estas letras no son una apología grinch a sonreírle al prójimo, sino a cuestionar el nivel de superficialidad y automatismo que hemos cultivado.

¿Qué pasaría si saludaras a quien realmente quieres saludar? ¿Si conscientemente registraras el campo energético de tu interlocutor y estrecharas con total fuerza e intención su mano? ¿Si al preguntar: “¿Cómo estás?”, realmente te interesara?