viernes, 25 de marzo de 2011

Instrucciones para entender una motivación



Uno de los factores primordiales en el escrutinio de la conducta es conocer el motor de ésta, y con ello, saber precisamente de qué trató el momento que acaba de suceder, para darle un sentido y peso.

Si partes de la premisa de que todo el tiempo estás tomando decisiones, es un infortunio capital desconocer las causas y los resultados del momento en que autómatamente llegaste a tal decisión. Y dicha decisión cuenta con un agente expansivo que trastoca múltiples eventos y hasta personas. De aquí que no haya acciones menores.

Parece tonto, pero lo es más, no precisarlo en un ejercicio diario, instantáneo, de advertir los nexos causales de cada ligera y leve acción.

La palabra está de por sí gastada. Conduce al peligroso y maloliente sendero de la polisemia, donde motivar conduce tanto al principio sutil de un comportamiento, como a un peligroso sendero de complacencia kitsch.

Pero comprender y no sólo entender una motivación toma más tiempo, precisión y disciplina que el shopping o el fut.

Hacerte la honesta pregunta (como una especie de alarma a tiempo y modo) en torno al por qué, para qué y con qué consecuencias de vaciar la cartera en el shopping o la expectativa en el fut, cambia por completo el modelo de percepción de realidad, por ende, la naturaleza de experiencia de lo que entiendes por vida.

Esa vida, si lo piensas, no es otra cosa, más que este instante. Es lo único que tienes como evidencia y  prueba irrefutable de existencia. Sin embargo, ¿cómo es que distingues el instante en su inicio y fin. ¿Cuál es el perímetro del instante y cómo dejas algo fuera y dentro de él? ¿Dónde está la parte constitutiva de un instante que lo vuelve ese instante y no otro?

No somos una especie de preguntas (en todos sentidos). Al menos no de las preguntas conducentes a crecer (en todos sentidos). Y es que el valor de una buena pregunta subyace precisamente en la respuesta, y el sentido de ésta aporta elementos incandescentes para seguir preguntándote. Finalmente, nunca deberíamos de dejar de hacer preguntas. Cuando aceptamos el mundo tal cual es presentado a la vista, nos volvemos dóciles, livianos e infértiles en el terreno de las ideas.

Imagina por un instante hacer presente ese instante y lograr sostener este ejercicio a lo largo del día. Seguro cambiarían muchas cosas, pero lo más fuerte quedaría puesto de manifiesto en la integridad que guardases del momento presente.

Y al advertir el momento de inicio y fin de dicho presente, por fuerza sobrevendría la preparación y la evaluación de presentes que pasaron ya y que aún no suceden. Y eso es auscultar la motivación.
¿Entonces, ¿qué te mueve? ¿Por qué lo hace y de ese modo? Ahí radican las preguntas por medio de las cuales el Oráculo de Delfos pretendió sacarnos de onda con la simple idea de retar la introspección y saber si te conoces.

¿Lo haces?

¿Y con qué motivación?

sábado, 19 de marzo de 2011

Instrucciones para guardar toda proporción



La vida puede ser concebida como un neurótico tránsito de balances e imbalances.

Y probablemente uno de los asediados trucos sea, precisar proporción (no necesariamente balance) entre estos dos.

La proporción exige perspectiva y sentido de ponderación entre dos puntos. Pero todo se colapsa cuando entre esos dos puntos estas tú como agente observador.

Heisenberg planteaba que el observador afectaba la realidad con el simple acto de percibirla. Con este tipo de argumento, la proporción pierde curiosamente  perspectiva al retar decididamente los puntos A y B que afanosamente hay que comparar.

¿Por qué (y para qué) nos ha de costar tanto entender una proporción si estamos manufacturados bajo cualquier tipo de éstas?

Por ejemplo, de acuerdo a la Proporción de Fibonacci, si mides tu estatura en centímetros y la multiplicas por 0.618, tendrás la cantidad de centímetros también, que debes contar desde el suelo hacia arriba en tu cuerpo y que apuntarán a tu punto 'áureo'.

Esta simple forma de medir qué tan proporcionado es tu cuerpo, es la gran carencia en la forma de conducir tu dirección de pensamiento.

Basta imaginar una métrica que apunte al silencio instantáneo cuando una espontánea brutalidad escape de tu opérculo bucofaríngeo, para aplaudir el dispositivo.

El punto es que no hay punto. No puede haberlo cuando la visión desproporcionada por condicionamiento natural altera la percepción y con ello el sentido de realidad.

¿O es proporcional tu ego con la capacidad de, al menos, percibirlo?

El ego se tiende como la desproporción de cualquier medida. Si te das cuenta, desde el tropezón en el que te torciste todo, pero cuidas el sigilo para que nadie te haya cachado, hasta el incansable ejercicio de no observar ninguna otra posibilidad, más que el 'para mí' tiene a este planeta en una cruzada contra sí mismo. Fuera de cualquier proporción, sea de higiene mental o de sentido común.

Por eso ser proporcional tiene la gracia de pensar la realidad de modo geométrico y no aritmético. Con volumen, con gracia, con sazón y plena consideración de la otredad es como la legítima proporción se acurruca ronrroneando el momento.

La proporción entre el ego, la dispersión y la inconciencia es suficientemente grande como para ser percibidas como desproporción en la mente cotidiana.

Por ello sería muy honesto y útil decidir si mejor guardas tu proporción y con ella el respectivo silencio que, después de todo, es un privilegio y no una obligación.



jueves, 17 de marzo de 2011

Instrucciones para disfrutar un dolor de cabeza


No hay signo de malestar más emblemático en nuestros tiempos, que un buen dolor de cabeza.

La lista de espera para atender cada uno de los acaballados sucesos, ahora hábilmente convertidos en problemas (léase 'ya valí) suele traer consigo taladro y rotomartillo por aquello de la duda bordadora de de una mediocre jaqueca.

Que te duela la cabeza es padre. No sólo reafirma la condición de contar con una, sino que permite cuestionar seriamente muchas cosas que son irrelevantes cuando no te duele.

Por ejemplo, tal vez lo más importante sea la posibilidad de cuestionar el malestar del dolor. 

Por sí mismo, éste no es otra cosa más que un signo, un síntoma y en sí, una designación que se hace ante la pérdida o ganancia de un agente.

Pero por sí mismo, ese dolor de cabeza no puede ser sinónimo de una ominosa calamidad ya que al mismo tiempo es indicio que señala un mal mayor, por lo que debería ser, en el peor de los casos, aplaudido con gratitud y elocuencia.

Cuando te duele la cabeza es fácil caer en cuenta de que lo único que importa eres tú (y tu cabezota, en ese orden). No importa ni hay más. Si el mundo tuviera cabeza (y le doliera), en una de esas (tal vez) te medioentendería. Pero como no es así, que rueden todos porque tu malestar demanda la atención y pleitesía del mundo.

Hay de dolores a dolores de cabeza. Están los pusilánimes que hasta ellos mismos han de experimentar dolor, pero que fácilmente te los quitas con un bostezo. Hay los que trepanan las ideas en la parte trasera del cráneo (la zona roja del mismo), que en ocasiones se doman hiperventilando o con algún remedo de remedio. Y están los que en sí, parecieran resultar un  dolor de cabeza Fórmula uno, como para presumir en público o ganar un derby.
La triada dolor-cabeza-ego suele ser poco rentable en el corto plazo. Pero  es sumamente auspiciosa para darte chance de exprimir tu lado más primitivo y precario. Te duele la cabeza, no así la mente, quien permite ver y auditar si te duele (o no) la cabeza, y al mismo tiempo cuestionar si es el mundo el que cambia y se torna apocalíptico y huraño cuando te duele la cabeza.

Y es que el dolor no le duele tener identidad.
La que sea que le proyectes. 

viernes, 4 de marzo de 2011

Instrucciones para ver un partido de futbol


No es simple escribir estas letras cuando uno le va al Santos.

No porque sea bueno o malo, grande o pequeño, imperial o augusto, sino porque este efecto fue resultado de una causa derivada de una reacción al desacomodo de una diversión que no quería ver ganar al América o a las Chivas intercalándose los campeonatos, y también se resistía a celebrar cómo ganaba un campeonato el Necaxa con un pusilánime empate a ceros en una final.

Fue entonces cuando hurgué en el fondo de la liga y encontré que el Santos Laguna era un equipo que por necesidades de todo tipo (desde afectiva hasta económica) era un verdadero show: 85 de los 90 minutos de un partido eran de bostezo, pero los últimos cinco eran de final mundialista.

Y sin necesariamente proclamarme como panbolero, me cae bien el Santos como me cae mejor la argucia con la que el televidente se desprende de sí mismo cuando escucha al Perro advertir el inicio de un partido, como si se tratara del anuncio de una declaratoria de guerra.

El futbol es mucho más que 22 cráneos persiguiendo un asustado balón. Lo veo más bien como un pase filtrado al área, de un costal insostenible de dinero; un penalty de expectativas que mueve pasiones y sentidos de pertenencia realmente extraños; un baile en media cancha de egos y -sobre todo- un esperado fin de semana para hacer quinielas, detener el mundo por 90 minutos y convertirse en Director Técnico del televisor de tu sala.

Lo más curioso es que al terminar el partido, te tienes que quedar a soportar los lugares comunes y sinsentidos que balbucean exfutbolistas autoproclamados locutores, como si te quedaras a ver si al final de la  transmisión, y entre la repetición instantánea y posibles bloopers, cambiara el resultado del encuentro (naturalmente a tu favor).

Se dice análisis, pero en la discursiva perorata del final de un encuentro, es imprescindible revisar el micrométrico pliegue del cachete del Chupete Suazo para poder así comprender su gol y con ello las misteriosas asociaciones que hicieron que la pelota entrara por debajo de tres postes.

Ya conoces el resultado y el de todos los equipos, ligas, jornadas y dimensiones de existencia. No obstante, hay que ver la repetición de la repetición (de la repetición) en el resumen nocturno: no vaya a ser que haya cambiado algo. O por lo menos sirve para reificar el día, porque no siempre se gana, y ver varias veces la hazaña de tus muchachos hará las veces de pensar que ganaron (sí: tú y ellos, la 'institución' y los revendedores, las televisoras y las panzas cheleras, el Pueblo de México y sus patronos emergentes, un partido de futbol y con ello la gloria... Así sea momentánea.

Ver el futbol en modo Phantom, con camisa del equipo en uno mismo, con pleno onanismo por lo que sea que rodee el contexto y con su respectivo Niño Dios encamisado sólo puede merecer un locutor de TV Azteca para completar el cuadro. Es absurdo el fondo: ¿de verdad requerimos un blandengue con acento semiespañol que se siente Vargas Llosa y sólo irrita los nervios propios y ajenos? ¿Se requiere que esa voz traduzca lo que tus ojos están viendo? ¿Es imperioso conocer el sabor de pizza favorito de Oswaldo Sánchez para sentirte fan?

El futbol es extraño. Tanto, que permite ver cómo afloran las emociones más básicas del hombre en competencia, cuando en su forma más básica, no es otra cosa que patear un esférico.