martes, 22 de julio de 2008

La Pornografía Socializada


 Así como es inevitable que en las más obscuras colonias, como en el mismo Google destaquen las palabras “porno”, “zoofilia”, “Hentai”, “adolescentes en aceite hirviendo” y cadenas similares de identificadores, he decidido jalar la palanca a este espacio y permitir una transición en 3D para las letras que ahora lees, en lugar de una columna acerca de partidos políticos, conciencia o estructuras de la realidad.

Debo aceptar que la columna del 5º Chakra, que aparece en este mismo diario, fue la que motivó tocar el tema que hurga en el esternón que la cultura porno ha inyectado en la sociedad. Leer los consejos teledirigidos a las mujeres obcecadas por la cultura de masas que busca definición a partir de anuncios espectaculares, jingles o patrones de vida que nada tienen que ver con el mexicano, trae como consecuencia una barrera en la que irremediablemente se estrellará la entusiasta orgánica de este american dream.

No es extraño ver que los roles sociales se colapsan al punto de encontrar que las relaciones sexuales de los jóvenes empeoran desde un punto de vista estrictamente cualitativo. Las chavas de cualquier latitud y longitud se tienen que soplar el tiro de competir contra las portadas del Cosmo del mes (ya no digas naufragar en sus eternos consejos), y hacer frente a la cintura, el make up, el tono del tinte, y la parafernalia de las actrices de series de moda –naturalmente gringas-.

Cuando el punto llega al consumo de filmes porno, las muchachas se ven en franca desventaja: o imitan (y de ser posible para ellas, perfeccionan) lo que ven, o quedan fuera de la oferta franca para estar presentes en la mente (billboard) de sus novios potenciales.

Para la autora Naomi Wolf, los chavos no consiguen excitarse con la facilidad con la que lo hacían los de hace treinta años, para los cuales el simple hecho de ver a una mujer desnuda ya les provocaba un ejército de reacciones, incluyendo la más obvia, y por un prolongado tiempo. Dice Wolf, que ahora ven el acto sexual más como un ejercicio gimnástico que como un vehículo para intercambiar placer con un sello personal.

Al haberlo despojado de toda mística y parafernalia, están sumamente familiarizados con el sexo y parece cosa simple: diaria, ufana, dietética y baja en calorías. Así es como se da la generación del casual sex y los encuentros en la primera cita, como para quitarse un peso de encima o mostrar que no hay panty que dure cien días.

No pude dejar de pensar en la serie Sex and the City, donde los episodios guardan una extraña estructura narrativa (el clímax –paradójicamente- está más camuflado que las arrugas de cualquiera de las protagonistas) y los roles interpretativos designan arquetipos a cumplir en esta sociedad de consumo. Uno de ellos, el de la mujer de moral distraída –la zorra que cree que todo es sexo sucio, pues- es distintivo de este grupo del que hablo.

Una instantánea breve: cuanto más anhelas algo, más susceptible es –con el tiempo- de volverse un Frankenstein experiencial: algunos cambian reiteradamente de pareja para reencender la ilusión. (Y después de todo, ¿qué significa la palabra ilusión?)

El placer instantáneo, que en un momento dado se ve sustituido por una incomodidad o un evento cotidiano se tornará (desde el punto de vista del casual sex) como un clandestino y mórbido flujo de fluidos (a la más termodinámica de las usanzas cientificistas) que derivará en las ya consabidas ansias (posiblemente) reprimidas de querer saltar a la siguiente flor.

El sexo como este intercambio de fluidos: no hay amor, no hay entrega, no hay confianza mutua. En muy poco tiempo se pierde incluso la atracción.

Tal vez si el adicto al sexo (perneado por esta ráfaga porno en diferentes intensidades) reconociera su condición y se limitara a considerar el punto como una simple transacción sin la menor intención de hacer daño o entorpecer la vida de alguien que traiga la misma motivación, entonces el efecto no tendría la consideración que hoy afecta la dermis social.

La culpa (o responsabilidad) de una visión hecha lugar común del sexo, e impuesta por la industria pornográfica, nos escatima cualquier placer sensorial asociado a los sentimientos. Sé que esto tiene el riesgo de parecer el sexto chakra. Pero observa tu vida y tus prácticas. ¿Cuánto porno y de qué tipo lo has consumido? ¿Sabes con precisión de qué modo te ha impactado? ¿Te excita lo que te excitaba a los 17? ¿Has llegado al grado de estar con otra persona y tener esa extraña sensación de solamente compartir soledades?

Por supuesto que creo que el sexo está sobrevalorado. Desde antes de Freud, se hizo de un reflejo de la capacidad humana, una quimera que hasta la fecha, tiene vilo a los consumidores de primer orden. Una letra de Miguel Mateos se titulaba “Todo es Sexo por Dinero” y en un plano llano puede tener razón.

 

El papel del porno en el desempeño de las relaciones interpersonables puede ser discutible. No hay mojigatez. Simplemente las impresiones mentales y sus repercusiones, hacen que el mismo porno tenga que seguir sofitsticándose película a película, y con ello ejerciendo patrones y mensajes que serán consumidos… y por ello emulados. Saca conclusiones, pues.

 

Y cada quien con su psicosis.

viernes, 18 de julio de 2008

Blanco y negro de fondo


Clever phrase: Paradoja es lo maniqueo.
La vuelta es un oasis o un intento de remedo. 
La vuelta duele y trae consigo gradaciones. Y refleja el estado y sus designios. Es como un panqué con salsa en lugar de pasas. 
La vuelta trae consigo luminosos destellos de lo que dejas y de lo que encuentras. Frugal balance en la Cuenta T.
La vuelta es con V de victoria, de vladimir, de vorágine, de vejez, de viral, de vinil, de Vanessa.
La vuelta es un ciclo y el ciclo despista. Tiene el sospechoso olor a matineé. La vuelta pregunta "¿quién eres?". La vuelta no tiene intro mix pirata: suelta sus clips sin más. La vuelta implica un exposé completo y detallado. Una táctica sin hacer con regocijo por el hecho de estar y cerrar el puño en señal franca de bienvenido lo que venga, con la sabida esencia de tener la ventaja de dar la vuelta y extender los brazos.