viernes, 24 de septiembre de 2010

Instrucciones para ponerle MUTE al mundo




                                                La música de Wagner es mucho mejor de lo que suena
                                                           -Edgar Wilson Nye

Hay momentos en los que el cisticerco mental ocupa una privilegiadísima posición en la estampa cotidiana y se incrusta en lo más recóndito del sándwich (festejado por el TRI) personal… hasta que la olla express decide reventar como le dé la pusilánime gana.

Instantes estertores en los que no hace falta que llueva para estar quitecitamente mojado por pompas y circunstancias que materializan los temores, expectativas, ilusiones y hasta pesadillas oblongas que alienan el momento, precisamente del momento mismo.

Pero el ruido siempre complica las cosas. En la mañana y horas picos se está tan cerca del infierno, que de verdad parece que la más sucia e inteligente trampa que tiene el demonio es hacernos pensar que no existe. Y en ese pensamiento demoníaco-existencial es que sobreviene una muy corta y delicada mecha que hace fresco delante del espejo.

Agachar la cabeza para calzarla de acuerdo al silencio más sabroso es casi como meter la cabeza en una alberca y escuchar la expansividad de la proximidad. En esa repentina penumbra sonora que parece envolver al policía, al peatón y al patán, empezarás a sentir una especie de calor en el rostro, signo de que el botón fue correctamente oprimido. Irás por la calle con una sonrisota cual pez lagarto, dado que todo aquello que sirva como fuente sonora, habrá sido derrocada de tal capacidad.

Es lo más parecido a secuestrar la realidad y ponerle una bolsa del ISSSTE en la cabeza. Pero seguir viendo y atestiguando a través del plástico blanco. Justo es blanquizco el silencio. Por suerte sabemos que no hay colores, sino designaciones conceptuales, pero no deja de ser blanco en apariencia.

Dado que el sonido no es otra cosa sino vibraciones eléctricas que son interpretaciones de lo que consideramos “agudo”, “grave”, “fuerte” o “bajo”, siempre se puede arrugar esta irrupción sonora con un poco de blanca y dócil bolsa del ISSSTE que tendrá en una gimnasia eufórica las compulsivas ganas de quitarte elbotón mental y volver a la “normalidad” (¿de la “anormalidad”?).

No hace falta, sin embargo, dejar de hablar para quedarte en silencio. Darle una finalidad utilitaria a esto representaría cercenar el discurso interior que le da una ridícula gomosidad a la concentración y permite que la discursividad sea la carta de cambio diaria.

Con toda la voluntad en el ojo izquierdo, quizá para este momento el último decibel ha caído de rodillas y se muestra suplicante, como colgado en la frente, tiritante y tierno: no quiere abrir sus ojos porque sabe que será lo último que vea, pero mañoso como cualquier indicio de la realidad, si le perdonas el instante y decidas quitar el MUTE, sacará de atrás una resortera poco agradecida y te aprisionará de nuevo con el diálogo interior y exterior.

Por eso no es ocioso secretear con los decibeles indicados, que el silencio es un privilegio y no una obligación.


viernes, 10 de septiembre de 2010

Instrucciones para matar a alguien





Por Eduardo Navarrete
@elnavarrete


Sé por adelantado que hubo muchos compas en el norte, en el centro y en el sur, que habrán leído estas instrucciones con aguda anticipación y las usan a mansalva y sin reparo.

Aún con esta tremenda atemporalidad, es importante e impotente subrayar que cuando pones la muerte como contrapeso de cualquiera de tus terribles problemas, instantáneamente tomas perspectiva, principalmente por el tremendo apego a  la imagen  de unicidad con  que se presenta esta vida ante los ojos. Como lo único, como un absoluto que si pierdes, sepan Monsi y Germán qué pase.

Y por la extraña, pero eficiente magia de, al dejarte de tomar las cosas tan en serio te liberas, siempre es bienvenido un ejercicio mortal en el diario y urbano tránsito de la de por sí desfalleciente rutina.

Puedes matar de risa a alguien cuando (esto funciona mejor con unos enfáticos grados Gay Lussac encima) cuentas el implacable chiste: "Llega un loco con otro loco y le pregunta: Loco: ¿Qué hora es? ¡Viernes! Le responde, a lo que el primero concluye: ¡Chinnn! Me pasé tres cuadras!”.

Matar de sueño es tan fácil como prender el Canal del Congreso o escuchar a Hugo Chávez. Y matas de coraje cuando te enteras de cualquier noticia legislativa (como el que nuestros muñecos senadores pidieron 300 millones de pesos más de los 750 que les autorizaron nuestros alfajores de Diputados, para erigir sus nuevas oficinas). Puedes matar tiempo y matar clases.
Igualmente una rola, un programa "te  mata", así como ver un gracioso y tierno cachorro hace lo propio.

Y es que matar tiene un encanto que sólo cuando eres honesto lo entiendes. El proceso de creación y destrucción parte de la premisa de albergar una última primera ocasión para entender la fugacidad de una permanencia mal entendida.

¿Valdrá la pena escribir esto? ¿Valdrá la pena entender que la pena sería no escribir ni aullar, cuando se es perfecta víctima potencial de un homicidio imprudencial (en todo el sentido del concepto), a manos de la arrogancia de la cotidianidad y el ostracismo?  

Si vivir corresponde al proceso lineal de transitar de un punto A, a uno B, entonces considérenme no vivo. Nada más aburrido y oblongo que atestiguar el paso de cuatreros en el pórtico, con una escopeta en la mano y una espiga en la boca. Por lo menos parece haber un poco más. Parece que se es en la medida en que se excluye, y dicha exclusión conviene ser percibida como la inmensa capacidad de pintar tu raya en torno al parecer del ser.

Por eso habríamos de matar, en lugar de tiempo y de risa, el prejuicio que cuentas de ti mismo  para liberar cualquier limitación y entender que no hay designaciones absolutas, como no hay permanencia.

Y es que son como zopilotes. Los pensamientos disruptivos, generadores de ansiedad, mal humor, estrés y discursividad que emite extraños sonidos sólo comparables con una mala indigestión. Por eso la discursividad no es algo, sino alguien, porque engendra toda tu capacidad de atar tu personalidad y carácter en agitaciones deslumbrantes hasta para el más aburrido. Y eso la hace seductora.

Matar la discursividad sería la provocación perdonada para saber que del artificio del error nace la belleza.