Pocos instrumentos se nos dan con tal docilidad y soltura. Tenerlo ahí enfrente por tanto tiempo y en semejantes condiciones hace las veces de convivir con alguien en una isla desierta.
Si por medio del poco recurrido ejercicio de la imaginación levantas tu auto de frente, empotrado sobre la defensa delantera, verás que una sospecha no es del todo lejana: el cláxón es el área genital de todo coche. Por eso la preocupante cercanía y acceso al conductor hacen que en momentos peculiarmente álgidos se dé la sonora interacción.
El hombre es un ser tan autocentrado que ni siquiera se da cuenta de ello. Hasta en un vehículo busca reflejar imagen y semejanza, y peor aún, proyectarle atributos que todos saben, pero quieren ignorar, que suman a la personalidad y carácter del dueño en turno.
Si los faros son los ojos, la voz será la bocina. Este grito escuálido (misteriosamente el claxon de un subcompacto es agudo y el de un tráiler grave) tiene la función convencional de llamar la atención de extraños enemigos. Y hay numerosas y creativas formas de hacer esto.
Los tuneados microbuses se las ingenian para que en conjunto con la alfombrita en el tablero, la bola ocho en la palanca, el altar a todos los santos y accidentes posibles, así como el neón en placa y chasís, el claxon tenga un carisma imperativo en la complicada misión de domar el asfalto. Gritos de tarzán, la Macarena, Lambada, trinos de ave y otros sinfónicos encuentros musicales adornan como serie navideña la calidad acústica de la ciudad.
Las patrullas y su tosiento pato se abren paso mientras bicis humildemente accionan la campanilla o la trompeta. Todo es color y decibeles.
Si bien parece que el frenesí nos invade y hacemos uso indiscriminado del claxon, es justo decir que lo que pasa en el sureste Asiático nada tiene que ver con lo que aquí oímos. La India y Nepal, por ejemplo, son odas a la bocina. Los conductores han ideado -a una mano- cómo conducir e ir tocando el claxon al mismo tiempo. Lo que sucede es que allá la bocina equivale a gritar "ahí voy y no pienso frenar". 10 minutos en alguna de sus conflictivas ciudades ponen a prueba la paciencia más zen.
Recuerdo cuando en una época a algún creativo se le ocurrió idear un aparato con un pad con números como teléfono, donde podías ejegir entre cientos de sofisticados sonidos a modo de claxon. El sueño de todo buen microbusero.
Tocar el claxon, entonces, te hace más intolerante ante tu propia fragilidad en el embotellamiento.
¿Qué pasaría si los autos no tuvieran claxon?
Tocar o no el claxon. He ahí el dilema.