jueves, 23 de junio de 2011

Instrucciones para oprimir un botón



El resorte tiene un encanto que ya lo quisiera alguien por las mañanas.

La magia de la insistencia convertida en una cruzada nacional vuelta tic absorbe hipnóticamente el contacto del hombre con su creación: un botón, y lo vuelve esmeril en cada ventana.

Los hay negros, azules, amarillos, nucleares, fisiológicos, florales, de vestir, en elevadores y en computadoras, en aires acondicionados y en controles remoto, los hay virtuales y congelados. Los botones están con el ser para ser oprimidos por la clase dactilar como consigna vital y universal, como triste, pero real, evidencia de un mundo desigual.

Sin embargo, puede que sea tan sabroso como degustar un buen pozole o bailar en tu cuarto a solas, pero apretar un gran botón conlleva –necesariamente- a tener que apretarlo de nuevo.

Esta es la magia del mismo. Y lo que sucede es que un botón nunca tiene soledad. Siempre está ahí, esperando lealmente ser oprimido y prácticamente, gracias a su oculto y secreto mecanismo, emerge con soltura, como retando al respetable, a ser apretado una vez más. Noble, bonito.

No imagino el día que se inventó el botón como dispositivo para activar algo que de otro modo perdía chiste. Lo más probable es que un hombre en blanco y negro (siempre viene a mi mente Nikola Tesla con música de trompetas como fondo), haya dibujado planos y hecho maquetas para encontrar que la magia de la espiral (sin mencionar aquí el paroxismo de ésta, llamada Phi) tendría que portar un techo para fungir como receptáculo caprichosamente funcional. Aprietas, funciona. Así son las cosas.

Por ello el capataz de la eficiencia en un botón es su propia vigencia. En él se refleja el estigma oprimido en un botón y la firmeza del que blande su dedo para hacer clic. Por eso un botón se aprieta con rostro iluminado, como atestiguando el proceso que lo llevó a ser botón y procurando nunca renacer en uno de ellos (aunque nadie puede garantizar tal certeza, por lo que valdría la pena estar precautoriamente advertido e ir eligiendo qué botón podría ser en la siguiente vida).

Piénsalo fríamente: el teclado son botones, como la paciencia evidencia botones para su contraparte. Un bebé, por ejemplo, controla magistralmente a sus padres activando con maestría diversos botones. Pero casi seguro esa responsabilidad, la de saber escribir y la de conocer los propios botones, se va diluyendo como alambre que ha perdido tensión y por lo cual, cualquier botón pierde cualquier chiste.

Deberían prohibir a un botón viejo salir a la calle así nomás, con la facilidad de ser visto en público y exponerse a ser apretado sabiendo que tiene sus opresiones contadas. Pero lo que lo hace realmente sagaz y valeroso es que ningún botón es fabricado con su número de apachurramientos contados.

De ser así, esto sería sumamente aburrido y lo más probable es que se guardaría en alguna vitrina o museo y se oprimiría un par de veces por año, en alguna fiesta del pueblo u ocasión especial, como el lanzamiento de algún misil.

Pero esto no pasa así. Es imposible calcular la vida útil de un botón, por lo que es necesario digitar con delicadeza, pero estilo, cualquier botón que uno tenga que oprimir. 

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