viernes, 18 de abril de 2008

El Arte de la Guerra



Uno se queda con la horrible sensación de que la guerra establece nada, de que ganar una guerra es tan desastroso como perderla.
Agatha Christie


Sun Tzu tituló su obra cúlmen con un apelativo por demás digno de estudiar.

Desde el inicio de lo que el hombre ha apodado como "civilización", la dinámica de convivencia (y que es extensiva a otras especies) suele tener como denominador, el establecimiento de posiciones basado en intereses y la ciega persecución de ellos.

Si bien la Prehistoria se caracterizó por una encarnizada lucha enfocada en el alimento y subsistencia de bienes para subsistir, el modelo puede ser transportado a nuestra cotidianía insertando elementos de sutil sofisticación en el terreno económico, social y hasta doméstico.

En un modelo de interpretación de la dinámica social se puede comprender que uno adquiere una mercancía inicial que puede vender con cierta plusvalía para adquirir dinero, y con éste adquirir una mejor mercancía que la inicial (M-D-M+).

Sin embargo, el ser humano ha sido lo suficientemente ingenioso para alterar este esquema y tener dinero, comprar con él una mercancía y venderla con la aspiración centrada exclusivamente en obtener más dinero (D-M-D+).

Este mecanismo conocido en la Economía Política como fetichismo del dinero tiene origen en la acumulación del capital por el simple hecho de acumularlo con un tinte fundamentalmente autocentrado.

Dicho comportamiento ha generado que esta "civilización" mida sus integrantes con diversas y dantescas métricas ("como te ven te tratan"). Ya la historia Precolombina entendía en su lógica diaria un acuerdo de castas que mitigaba el descontento con dogmas religiosos o imposición jerárquica mediante la cual se hacía cumplir el orden.

A su vez, el afán expansionista tanto en el terreno geográfico como el económico ha permeado cualquier dermis social y no suena extraño ni en un libro de texto, ni en un noticiario, el encono y el enfrentamiento que incluso te pido, hagas un breve recuento de tus tres días pasados para ser testigo presencial de este virus.

A menudo me he imaginado estar a punto de ser juzgado por Dios, Yahvé, Zoroastro, Avalokitesvara, Tetragramatón, Immanuel, Alá, o a quien corresponda esa burocrática función de decidir la latitud a la que te haces acreedor por todo lo que hiciste, dijiste y pensaste. Imagino la escena a la más coreana de las usanzas, (hasta dirigida por Park Chan-wook), e imagino un salón engreído de fotografías vivas en la pared con alegorías trascendentes de mi vida. El recinto –oval- cuenta con una escalera central que concluye con el estrado en donde el mismisísimo se apostará entre testigos (de Jehová), mirones (prensa celestial e infernal), fiscales de distrito, abonados al tema y uno que otro espontáneo que buscará aplaudir el resultado que sea. No hay puertas ni ventanas. El tapiz son las fotos hablantes y al centro de la nave de dos pisos se erige un candil con apetito insano por que inicie el show. Abajo y en el centro hay un recuadro rojo pintado malmodientamente a mano que envuelve el perímetro de un par de puertas a modo de piso, sobre las cuales escucharé lo que esa tremenda corte tenga que decir. Seguramente al menor aspaviento, las puertas se abrirán y caeré en el sótano más underground (en todos los sentidos) y abordaré un Marigalante para enfrentar serpientes emplumadas y quimeras previamente soñadas.

Sin embargo, no dejo de pensar en todo este Juicio Final, ¿cuál sería la pregunta más grave y rotunda que el mismisísimo pudiera espetar?

Sin duda: “Eduardo: ¿cómo justificas tu existencia ante el mundo?”.
(y no sería convertir el M-D-M en D-M-D)

¡Uy!

Zas

Ka-Blam (para hacerlo Batmanesco)

No imagino qué onomatopeya pudiera cubrir el requerimiento para expresar la fugacidad y al mismo tiempo solidez de dicho cuestionamiento. Secretamente creo que quien no sepa la respuesta a ello, debería estar muerto.

De aquí que ver la historia del enfrentamiento sea una paradoja frente al término “civilización”, y sobre todo una tarea diaria, dado que muy temprano en nuestra era ya teníamos el pie en el acelerador, sólo que en la dirección inversa.

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