Dicen que hasta para masticar, se debe tener estilo.
Cuando se trata de comida, pero en especial de tacos, la actitud para ignorar las formas y envolverse en una tortilla afloran.
Desde que llegas a la taquería, con fiero apetito, se gestan indicios de lo que ahí ocurrirá: pasas por el trompo de carne -con un levantamiento armado de saliva y la mirada de niño regañado que juega con el borde de un mantel (anexa 20 minutos de regaño si te toca hacer fila de espera para ocupar mesa)- rumbo a la mesa de tu predilección.
Cuando esquivas las sillas con orgullosos y alegres comensales (por tener en sus fauces un pedazo del taco por el cual organizarías una revuelta popular), es imposible dejar de registrar con topográfica precisión sus platos, mientras envían sin descaro una mirada insecticida para enviarte a sentar a tu mesa.
Al llegar a tu lugar, tienes hecha micrométrico detalle tu orden. Sin embargo, los minutos de conversación previa y los meseros hostigados por tus ahora archienemigos comensales de junto, conflagran la espera que valdría la pena soportar, pero con un taco enfrente.
Es el momento donde la realidad parece entrar en Slow Motion Mode.
Los meseros y sus interminables pedidos parecen ni siquiera percibir sensorial o conceptualmente la mesa del rincón. Mucho menos, tu hambre.
Mientras, con malabares y dotes de prestidigitación, pasan de largo dejando una estela de imágenes olfativas como postales que te envían los tacos a prisión.
Naturalmente, la plática en ese instante debe ser respondida con un "ajá" o un "quién sabe". En realidad lo único que suplicas es que se acerque algún misionero del buen sabor y entregue la declaratoria de enajenación de tu hambre en una comanda.
Cuando al fin este noble gesto de humildad se consuma, se deberá de esperar otras punitivas rondas a la decisión, indecisión, correcciones, apuntes finales y epílogo de cada uno de tus acompañantes para descubrir lo que los señores desean ordenar.
Por supuesto, cuando por fin llega tu turno, sabes que podrías escribir en Sánscrito o Braille tu pedido, dada la certeza que acompaña tu letra (al apetito).
Y viene otra espera que sólo se equipara a la de un aeropuerto. Quisieras ser oriental y tener la venia social para quitarte los zapatos y echarte en dos sillas a dormir.
Para este momento, ya habrás metamorfoseado al capitán (de la embarcación del olor y no así del sabor) con todo tipo de figuras y alebrijes, espolvoreadas con cebolla y cilantro.
Y al aparecerse con la charola en mano, naturalmente enmudece la esfera de las sensaciones táctiles.
(Pude haber alargado los recorridos del mesero tres o cuatro párrafos más, pero en beneficio de tus ojos y del apetito generado, mejor lo dejo así)
Uno toma el taco con sutileza y masculinidad: pulgar e índice encontrados en el mudra de la atención sostenida en el taco de pastor. El dedo índice se eleva, como un perro recibe al amo (y luego éste último recibe al primero en forma de taco).
El codo de la mano que sostiene el taco apunta al flanco del extraño enemigo que más osare profanar con su planta tu taco.
La inclinación de la cabeza debe ser intuitiva pero precisamente a unos 30°, para rectificar que es al taco al que se le rinde tributo y pleitesía, y nunca el taco podrá ser inclinado, ya que se pierde la gracia del ritual, y de la salsa que se chorrea.
El cuerpo se debe arquear ligeramente (aunque estés sentado). Esto genera una vibración que ninguna ciencia entendería, pero que la élite gastronómica de cualquier puesto siempre agradecerá, notará y aceptará.
Y es entonces, cuando la boca abraza al taco (y viceversa) en una erupción de implosiones generadas por la salsa, el limón, la carne, o la escrupulosa mixtura de todos estos. Se trata de un momento tan esperado, que se acaba de ir, pero viene otro. Las glándulas salivales salen al encuentro de las sudoríparas en franco aquelarre de sabor.
Naturalmente, y con la boca aún repleta, la comunicación no verbal regresará a sus precámbricos orígenes para solicitar al mesero -a distancia y gesticulando- otros diez.
“Pero si tiene nueve en el plato, jovenazo”, se atreve el insolente mesero (mismo que será tajantemente reportado ante el gerente y las autoridades del taco. Con la mirada igualmente llena que los cachetes basta, para hacer saber al mesero que está cometiendo un error. Grave.
¿Cómo te sabe el taco 52 (si pudieras acceder a él)?
¿Igual que la primera mordida del 1?
Cuando reconoces que el sabor no está en el taco, es cuando sobreviene esa exquisita (más que el pastor) oportunidad de re-conocer y re-plantear, incluso, dónde ubicar los apegos.
Ya repleto en grasa (tanto las manos como las capas geológicas que hay en la encía), no te queda más que pedir para llevar lo que parecen restos humanos y despenalizar la conducta del mesero.
Sales de ahí volteando al frente (no vaya a ser que se te antoje uno de maciza de un plato contiguo) y disciplinado. Difícilmente puedes sentarte. Traes un embrión de tacos dentro. Juras no volver a hacerlo.
Cuando se trata de comida, pero en especial de tacos, la actitud para ignorar las formas y envolverse en una tortilla afloran.
Desde que llegas a la taquería, con fiero apetito, se gestan indicios de lo que ahí ocurrirá: pasas por el trompo de carne -con un levantamiento armado de saliva y la mirada de niño regañado que juega con el borde de un mantel (anexa 20 minutos de regaño si te toca hacer fila de espera para ocupar mesa)- rumbo a la mesa de tu predilección.
Cuando esquivas las sillas con orgullosos y alegres comensales (por tener en sus fauces un pedazo del taco por el cual organizarías una revuelta popular), es imposible dejar de registrar con topográfica precisión sus platos, mientras envían sin descaro una mirada insecticida para enviarte a sentar a tu mesa.
Al llegar a tu lugar, tienes hecha micrométrico detalle tu orden. Sin embargo, los minutos de conversación previa y los meseros hostigados por tus ahora archienemigos comensales de junto, conflagran la espera que valdría la pena soportar, pero con un taco enfrente.
Es el momento donde la realidad parece entrar en Slow Motion Mode.
Los meseros y sus interminables pedidos parecen ni siquiera percibir sensorial o conceptualmente la mesa del rincón. Mucho menos, tu hambre.
Mientras, con malabares y dotes de prestidigitación, pasan de largo dejando una estela de imágenes olfativas como postales que te envían los tacos a prisión.
Naturalmente, la plática en ese instante debe ser respondida con un "ajá" o un "quién sabe". En realidad lo único que suplicas es que se acerque algún misionero del buen sabor y entregue la declaratoria de enajenación de tu hambre en una comanda.
Cuando al fin este noble gesto de humildad se consuma, se deberá de esperar otras punitivas rondas a la decisión, indecisión, correcciones, apuntes finales y epílogo de cada uno de tus acompañantes para descubrir lo que los señores desean ordenar.
Por supuesto, cuando por fin llega tu turno, sabes que podrías escribir en Sánscrito o Braille tu pedido, dada la certeza que acompaña tu letra (al apetito).
Y viene otra espera que sólo se equipara a la de un aeropuerto. Quisieras ser oriental y tener la venia social para quitarte los zapatos y echarte en dos sillas a dormir.
Para este momento, ya habrás metamorfoseado al capitán (de la embarcación del olor y no así del sabor) con todo tipo de figuras y alebrijes, espolvoreadas con cebolla y cilantro.
Y al aparecerse con la charola en mano, naturalmente enmudece la esfera de las sensaciones táctiles.
(Pude haber alargado los recorridos del mesero tres o cuatro párrafos más, pero en beneficio de tus ojos y del apetito generado, mejor lo dejo así)
Uno toma el taco con sutileza y masculinidad: pulgar e índice encontrados en el mudra de la atención sostenida en el taco de pastor. El dedo índice se eleva, como un perro recibe al amo (y luego éste último recibe al primero en forma de taco).
El codo de la mano que sostiene el taco apunta al flanco del extraño enemigo que más osare profanar con su planta tu taco.
La inclinación de la cabeza debe ser intuitiva pero precisamente a unos 30°, para rectificar que es al taco al que se le rinde tributo y pleitesía, y nunca el taco podrá ser inclinado, ya que se pierde la gracia del ritual, y de la salsa que se chorrea.
El cuerpo se debe arquear ligeramente (aunque estés sentado). Esto genera una vibración que ninguna ciencia entendería, pero que la élite gastronómica de cualquier puesto siempre agradecerá, notará y aceptará.
Y es entonces, cuando la boca abraza al taco (y viceversa) en una erupción de implosiones generadas por la salsa, el limón, la carne, o la escrupulosa mixtura de todos estos. Se trata de un momento tan esperado, que se acaba de ir, pero viene otro. Las glándulas salivales salen al encuentro de las sudoríparas en franco aquelarre de sabor.
Naturalmente, y con la boca aún repleta, la comunicación no verbal regresará a sus precámbricos orígenes para solicitar al mesero -a distancia y gesticulando- otros diez.
“Pero si tiene nueve en el plato, jovenazo”, se atreve el insolente mesero (mismo que será tajantemente reportado ante el gerente y las autoridades del taco. Con la mirada igualmente llena que los cachetes basta, para hacer saber al mesero que está cometiendo un error. Grave.
¿Cómo te sabe el taco 52 (si pudieras acceder a él)?
¿Igual que la primera mordida del 1?
Cuando reconoces que el sabor no está en el taco, es cuando sobreviene esa exquisita (más que el pastor) oportunidad de re-conocer y re-plantear, incluso, dónde ubicar los apegos.
Ya repleto en grasa (tanto las manos como las capas geológicas que hay en la encía), no te queda más que pedir para llevar lo que parecen restos humanos y despenalizar la conducta del mesero.
Sales de ahí volteando al frente (no vaya a ser que se te antoje uno de maciza de un plato contiguo) y disciplinado. Difícilmente puedes sentarte. Traes un embrión de tacos dentro. Juras no volver a hacerlo.
Hasta que te vuelva a dar hambre, por supuesto.
Me encantó! jaja una manera muy distinta de apreciar las cosas (:
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