Lo más simple sería pedirle a algún enemigo cercano que te pegara, pero es tan burdo y potencialmente poco preciso, que a pesar de querer dibujar una sonrisa en tu enemigo favorito, vale más recurrir a un dentista, que al especialista.
¿Para qué sacarse una pieza dental? Por algo está dentro. Técnicamente es ir contra natura. Las ideas progresistas que embalsaman la sala de espera no hacen sino volver un padecimiento extra la cita, porque ya estás en el consultorio.
Es como si en la plataforma del bungee pidieras que te bajaran por el elevador.
Los sonidos arquetípicos de un consultorio dental están hechos para ahuyentar espíritus y seres humanos. De ahí que parezca que los dentistas sean una especie diferente. Una que sólo ella pueda empuñar un objeto que genere un ruido tan estertor como el agudo "rrrrrrr" por todos conocido y temido.
Los dentistas tienen bien preparado todo. Su instrumental al ojo de cualquiera intimida al más sarnoso abogado. Es una especie de Tzompantli mexica. Cráneos dispuestos en la frontera para advertir y disuadir.
El reflector mediante el cual el dentista revise el opérculo bucofaríngeo debió ser igualmente elegido con toda provocación. No puede ser cualquier lámpara. Debe ser una que el paciente, en su loca pericia por desviarse de su ansiedad, sea traído de nuevo a la sala del Cabo Castigo.
Un consultorio dental tiene olores fusiformes. Por un lado suele estar impecable (levantad sospechosismo todos), y por otro, la imagen de la multiplicidad de seres con colecciones de dolencias y tratamientos, hace que el rabillo del ojo esté atento a la cornisa más oculta.
Uno puede seguir coleccionando inéditas postales de los aparatos sin caer en cuenta que algo pasa tras bambalinas, cuando el dentista pide que abras la boca.
Es groseramente obvio. En la mano que esconde, o trae un mazo, o el modelo más temido de jeringas: ¡la de metal con orificio para el pulgar!
Como cuando te meten a una patrulla, ni tiempo tuviste de decir "soy inocente", cuando experimentas el piquete en donde nadie debería experimentar un piquete.
Ahí está de nuevo Anestesia. Baila con los recuerdos y no deja de restregar su tacón en la encía. Hasta que sale y con él, la certeza de jamás regresar con un dentista.
Pero las nuevas determinaciones de vida aún no cesan, cuando te percatas (con el mismo parlanchín rabillo del ojo) que viene una segunda carga de anestesia.
Apenas levantas el índice para entonar la reclamación formal, el dentista te taclea en el asiento, inhibe la protesta y conecta el segundo arpón del día.
Eres Moby Dick conquistado. Han ultrajado la boca y cualquier palabra que salga será anestésicamente indigna.
Como trapo adolorido, recuerdo -en un recorrido frugal- que la anestesia curiosamente es para que no duela el resto del paquete.
Y ya en la diligencia, la escena abre con un fúrico doctor tomando las pinzas como valedor de taller de talachas, forcejeando con el cárter -lo que se puede interpretar, mi muela-.
Jalones que ni mi madre me puso al no saberme el vocabulario. Estirones para los cuales Richter y Mercalli no conocen métrica.
Y cuando los crujidos comienzan a aparecer, el ritmo cardiaco y la sujeción al asiento son vigorosos y en franca pelea vital.
Cada crujido -por lo visto- es una señal del público alentando al dentista. Su emoción y violencia para maniobrar el arte de la pinza se hace lucidor, hasta que con un sudor frío que ni él ni yo podríamos describir, retira la pinza de la boca.
Parece ser niña. La raíz es delicada y aún tiene sangre en los bordes. Ya la quiero.
¿Para qué sacarse una pieza dental? Por algo está dentro. Técnicamente es ir contra natura. Las ideas progresistas que embalsaman la sala de espera no hacen sino volver un padecimiento extra la cita, porque ya estás en el consultorio.
Es como si en la plataforma del bungee pidieras que te bajaran por el elevador.
Los sonidos arquetípicos de un consultorio dental están hechos para ahuyentar espíritus y seres humanos. De ahí que parezca que los dentistas sean una especie diferente. Una que sólo ella pueda empuñar un objeto que genere un ruido tan estertor como el agudo "rrrrrrr" por todos conocido y temido.
Los dentistas tienen bien preparado todo. Su instrumental al ojo de cualquiera intimida al más sarnoso abogado. Es una especie de Tzompantli mexica. Cráneos dispuestos en la frontera para advertir y disuadir.
El reflector mediante el cual el dentista revise el opérculo bucofaríngeo debió ser igualmente elegido con toda provocación. No puede ser cualquier lámpara. Debe ser una que el paciente, en su loca pericia por desviarse de su ansiedad, sea traído de nuevo a la sala del Cabo Castigo.
Un consultorio dental tiene olores fusiformes. Por un lado suele estar impecable (levantad sospechosismo todos), y por otro, la imagen de la multiplicidad de seres con colecciones de dolencias y tratamientos, hace que el rabillo del ojo esté atento a la cornisa más oculta.
Uno puede seguir coleccionando inéditas postales de los aparatos sin caer en cuenta que algo pasa tras bambalinas, cuando el dentista pide que abras la boca.
Es groseramente obvio. En la mano que esconde, o trae un mazo, o el modelo más temido de jeringas: ¡la de metal con orificio para el pulgar!
Como cuando te meten a una patrulla, ni tiempo tuviste de decir "soy inocente", cuando experimentas el piquete en donde nadie debería experimentar un piquete.
Ahí está de nuevo Anestesia. Baila con los recuerdos y no deja de restregar su tacón en la encía. Hasta que sale y con él, la certeza de jamás regresar con un dentista.
Pero las nuevas determinaciones de vida aún no cesan, cuando te percatas (con el mismo parlanchín rabillo del ojo) que viene una segunda carga de anestesia.
Apenas levantas el índice para entonar la reclamación formal, el dentista te taclea en el asiento, inhibe la protesta y conecta el segundo arpón del día.
Eres Moby Dick conquistado. Han ultrajado la boca y cualquier palabra que salga será anestésicamente indigna.
Como trapo adolorido, recuerdo -en un recorrido frugal- que la anestesia curiosamente es para que no duela el resto del paquete.
Y ya en la diligencia, la escena abre con un fúrico doctor tomando las pinzas como valedor de taller de talachas, forcejeando con el cárter -lo que se puede interpretar, mi muela-.
Jalones que ni mi madre me puso al no saberme el vocabulario. Estirones para los cuales Richter y Mercalli no conocen métrica.
Y cuando los crujidos comienzan a aparecer, el ritmo cardiaco y la sujeción al asiento son vigorosos y en franca pelea vital.
Cada crujido -por lo visto- es una señal del público alentando al dentista. Su emoción y violencia para maniobrar el arte de la pinza se hace lucidor, hasta que con un sudor frío que ni él ni yo podríamos describir, retira la pinza de la boca.
Parece ser niña. La raíz es delicada y aún tiene sangre en los bordes. Ya la quiero.
recientemente comparti esta experiencia, y debo decir que prescicsamente por ser contra natura duele tanto, ni siquiera la meditacion o mi pensamiento mas fuerte lograron que yo me alejara de aquellos instantes de intenso panico y sufrir, sin embargo el placer que obtuve despues de que mi hueso careado habia salido, valio todo aquel martirio, ¿poque sera que el dolor y placer estan tan ligados?
ResponderEliminarAl leer el post me ha entrado pánico
ResponderEliminarPero luego con el comentario me entraron ganas se sufrir y obtener placer al mismo tiempo. Esta muela no me deja de doleeeeerrrrr
Al leer el post me ha entrado pánico
ResponderEliminarPero luego con el comentario me entraron ganas se sufrir y obtener placer al mismo tiempo. Esta muela no me deja de doleeeeerrrrr
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