El mundo, la sociedad y hasta el SAT nos piden declarar.
Lo primero que haces al llegar y dejar un país es declarar. La alfombra roja internacional es extendida con la confianza y hermandad entre los hombres que sólo pueden brindar las largas filas, los jetones oficiales y las entretenidas formas migratorias que remplazan un sudoku, la lectura de esa revista de compras inútiles, o simplemente ver por la ventana lo que parece una fantasía.
Cuando tienes el honor de pisar un Ministerio Público, naturalmente -entre todas las atenciones y protocolo de bienvenida- tendrás que declarar ante un elegante consejo.
Recuerdo cuando a los trece años uno reconocía en una declaración, que la chava de enfrente sería oficialmente una novia, o una nostalgia dolorosa. Pero sin la respectiva declaración, nada era oficial. Para bien o para mal.
Una guerra se mantiene "fría" si no es declarada, por lo que patadas, amenazas e insultos se harán veladamente y con sonrisa abyecta. Entre gobiernos como entre personas.
Si alguien decide laborar en el gobierno, a diferencia de las cabezas decisoras y líderes que no tienen tiempo para hoscos trámites (pero sí para contabilidades creativas y política ficción), deberá hacer una divertida declaración patrimonial.
Y una de las desventajas más serias de crecer, es que hay que declarar impuestos como si fuera esto en sí mismo, un impuesto a las libertades adquiridas. Probablemente cuando sea evidente que los impuestos son utilizados sabia y eficientemente, dejen de ser impuestos y figuren como la más noble expresión del sentido altruista de una sociedad. Mientras, no dejan de ser una patada en el trasero por donde se le vean.
Una declaración supone un acto comunicativo el cual no necesariamente presenta un registro honesto, cuando por naturaleza del acto tendría que ser de ese modo. Declaras porque se te pide o porque debes de hacerlo. Estás compartiendo información de un modo formal. Sueltas la sopa, vaya.
En cualquiera de los casos arriba mencionados se dan poses, oficios mentales, tergiversaciones de la realidad y por ende, usualmente se da una falta de la titularidad del espectro de la conciencia.
Bajo esta óptica, valdría comprender la magia del dictum que reza "si no tienes cómo mejorar el silencio, simplemente no lo hagas".
El lenguaje viciado por la discursividad, saturado de autoimagen proyectiva, convierte al sentido de la comunicación en retazos convencionales, saturados de lugares comunes.
La declaración de Derechos Humanos, como cualquier otra declaración, debe entrañar un consenso básico con la naturaleza de la realidad donde sustenta su navegar.
Por eso el problema del fundamento es su contenido. Y por coherencia y congruencia, mientras no se aclare la estructura y fundamentación de la propia conciencia, valdrá por el momento, refrenarse a declarar.
Esto es un sinónimo de hacer una pausa en la vida dominada por impulsos y hábitos compulsivos basados en la proliferación y literal esclavitud ante estímulos sensoriales que temporalmente nos abrigan con la idea de ser dadores de placer.
Frente a esta compulsividad envuelta en vida, puede ser legítimo declarar nada y simplemente voltearse a ver adentro. Sin pretensión, ni prejuicio, ni declaratoria alguna.
Protesto lo necesario.