viernes, 29 de enero de 2010

Instrucciones para quedarse sin tema


If you shoot at mimes, should you use a silencer?

-Steven Wright


Donde dos o más se reúnen es imprescindible contar con tema de conversación. Después de todo, se nos ha hecho pensar que somos por naturaleza entes gregarios (y gregorianos), por lo que hablar del clima en un elevador tendrá sentido si lo que se busca es no ser excluido.

Pero cuando el chiste es revisar los temas que merodean la masa encefálica -de por sí ya herida de bala por coyunturas personales- sucede que uno entra en estado de recogimiento cuando ya no se acuerda si sigue siendo uno o sus circunstancias.

El abanico se extiende pero la consigna es que aporte, por lo que –al buscar temas- se puede hablar de que volvió a subir la gasolina subrepticiamente y el hecho se toca como verso cantado por Daddy Yankee; de lo cerca que estamos y estaremos de un cataclismo social y universal; de la nueva moda primavera-verano que se estrenó hace 20 años, por lo que lo naco regresó a ser naco: ahora lo retro es cool; del crimen que por estar ligado a una figura pública, se vuelve mitad showbiz, mitad noticia, pero que exhibe la saña de la corrupción e indolencia social; de todos los planes para conquistar el mundo que fenecieron con la crisis, misma que pasa un escueto parte de guerra diariamente; de la importancia de cuidar el agua, “porque las guerras serán por este líquido y habrá que generar conciencia", mientras se deja calentar el (y un) chorro; de juntar un millón de firmas en contra de las corridas de toros y de políticos y de firmantes; de la tremenda contaminación que acabará con la ínfima oportunidad de recordar el concepto "horizonte"; de la eterna queja en contra de políticos y sus botines; del problema que sigue siendo creer que esto existe como aparece; de la marejada de estímulos sensoriales callejeros a los que nos hemos esclavizado; de la edad a la que uno tiene que hacer las cosas, o el tsunami social acabará con tu salud mental; de lo saludable que puede ser ignorar la impunidad en aras de una tranquilidad de corto plazo; de la inercia que como civilización arrastramos y se presentan a diario como condicionamientos autodestructivos (y lo único que evidencian es que en realidad no ha habido tal evolución); de la incongruencia diaria de la injusticia social vista e ignorada en cualquier esquina; de la mesa redonda interna al respecto de ¿Y cómo se juega este juego en el que estoy viviendo en el tablero y sin instructivo?; de ser lo que el facebook dice; de si es Estado fallido o en realidad ya pasó a mejor vida; de por un momento querer regresar a jugar Pacman todo el día y nada más; de si el “hoy no circula” debe ampliarse y adoptarse masiva y personalmente para evitar balaceras, secuestros y atracos; de intentar adivinar cuál será la próxima sorpresa social y tema adherido por días en noticiarios, medios y mentes; de creer que la atención de las bodas gay supera ficción y realidad como para tener tal prioridad; de preguntarse ¿y si le ponemos rueditas, freno de mano (de muerte) y lo volvemos un carro deslizador iPadlancha?; de las carencias y opulencias de la niñez y sus consecuencias circenses en la actualidad; de pensar qué otros temas podrías estar leyendo en lugar de –inconstitucionalmente- estar deambulando por estas letras; de sorprenderse con el organigrama inmóvil de las dependencias gubernamentales en la atención de las demandas sociales; de la migración de la política de proyectos a la política de productos; de la indisciplinada visión por alimentar el instinto del deseo en todas sus formas, en lugar de trascenderlo y orientarlo en algo conducente como especie; de entender que el arrepentimiento es una forma honesta de crecer en lugar de cincelar la autoimagen y perpetuar errores y omisiones; de esta idea confusa del Bicentenario y la obligación de celebrar un caos no entendido; de acidular el hecho de que a la revolución todavía le falta tiempo de maduración; de hacer una proyección y no sorprenderse que pronto el país cuente con más desempleados que habitantes; de ver pasar la información de todo tipo de récords: obesidad, Ciudad Juárez, y tener esa extraña sensación de ser zombie y estar viendo infomerciales; de tener claridad y responsabilidad en cualquier palabra y pensamiento que se profiera para poder tener cabal autoría de lo que se hace; de cómo manejar bien un par de chacos si es que se visita algún antro, un alcoholímetro, una esquina o hasta la recámara; del autoengaño que como sociedad y personas protagonizamos –al parecer- incansablemente pagando tenencia, sufragando, haciendo de cuenta que no pasa nada, y comprobándolo en el peor sentido; del increíblemente alto umbral que tenemos a la tolerancia social; del increíblemente bajo umbral que tenemos a la tolerancia personal; de la indolencia ante la corrupción en cualquiera de sus formas y en todos los estratos; de ignorar qué diablos le da sentido a la vida, al día, a este instante; de pensar que efectivamente se piensa; de no tener idea cuál de todas las ideas puede ser más importante para desarrollar esta columna…

La verdad es que uno aprende –como en estos casos- a valorar la profundidad del silencio y el enorme poder que en él engendra. Por eso dejaré que toda esta avalancha de temas, sean el tema de hoy.

El silencio es un privilegio, no una obligación.

viernes, 22 de enero de 2010

Instrucciones para amarrarse una agujeta


Fallacies do not cease to be fallacies because they become fashions.

- G. K. Chesterton


Uno no cae por azar. Se lo merece. Y una agujeta desamarrada es sólo el médium. Ya sea para caer en cuenta o para contar la caída.

La vida de una agujeta tiene una complejidad pocas veces comprendida. Entre los nudos a los que se expone y los golpeteos de la vida diaria, pocos recuerdan que tiene la sigilosa misión de dar un respiro, tres jadeos y apretar -lograr tensión- en un mundo que precisamente se define por ello.

Cuando la agujeta padece estrés postraumático o simplemente se le da la gana detener el mundo por un instante, echa mano de su escurridiza inconsistencia y como todo proceso egoísta, titubea, voltea a ver el reloj, calcula el momento decisivo y pasa lista a los desleales.

Por eso las agujetas parecen no tener dueño ni progenitor. Son de ese phylum que por la calle presumen que asaltan bancos a caballo y pasan por la comisaría lanzando un puñado de monedas como signo de mala voluntad. Son voluntariosas. Necias. Por eso sólo se les mantiene quietas amarrándolas.

Algo que es muy claro, es que el momento más vulnerable en la histeria (sic) de un hombre es el espacio fenomenológico en el que sucede la anatomía en que el sujeto le dice al mundo “voy a amarrarme una agujeta” y estoy dispuesto a pagar un muy alto precio por ello. ¿Cuántas personas ves a diario que se amarran una agujeta? No muchas, ¿cierto? Hay quienes deciden caminar como si portaran esquíes o simplemente no caminar con tal de no exhibirse como una estatua visiblemente afectada por los designios de un anélidos oligoqueto de tela.

Desde la latitud que se le quiera ver, y si es requerido, con cámara Phantom, se trata del momento idóneo para que el enemigo y su camuflada zalea hagan la cornada definitiva, después de pronunciar algunas ingeniosas frases, mientras te tienen blandido en el chaturanga menos honroso, en el que más vale ver fijamente la agujeta y reclamarle internamente por el resto de los minutos que te queden. Tus enemigos son amigos de tus agujetas. Recuérdalo siempre.

Probablemente sea por eso que las ingeniosas y hábiles mujeres hayan sacrificado -en su pérfida mayoría- las agujetas por el tacón. Es preferible arruinarse los dedos de por vida que estacionarse en la postura del avestruz zen para amarrarse una agujeta.

Pero saludando el legado de comodidad que obra en el manifiesto del Partido del bigote y la hamaca, y haciendo a un lado cualquier sarcófago estético, jamás nos pondríamos tacones en aras de saber lo bien que se siente estar cerca del piso, aunque corramos el riesgo de ser sorprendidos por un comando de sicarios al momento de agacharnos y ocupar ambas manos en maniobrar la huidiza agujeta.

Por eso es indispensable -primero- detectar si la estrategia de vida es la estética, la comodidad o la proactividad: para saber qué tipo de zapato y agujeta portar. Luego conviene respetar y laurear el amarrado del calzado. Procura que el paso sea contundente, pero sanamente flexible, con una generosa tensión que no ate también el andar. Si por algún lamentable suceso ocurre que las invertebradas de tela reten al equilibrio y a la destreza en tránsito, será imperativo saber que un alto total es el encuentro del atajo más propicio.

viernes, 15 de enero de 2010

Instrucciones para ver correr a un hámster


Let us not look back in anger, nor forward in fear,

but around in awareness.

-James Thurber

No para.

El misterio que se apodera del rostro al ver un animal en cautiverio es sólo comparable con la faz del terapeuta viendo a su paciente. A estas exhibiciones de inhibiciones las delata la tiranía de la costumbre y la habituada ausencia de sorpresa, naturalidad y libertad.

Cuando aparcamos la atención -así sea por un minuto- en la tienda de animales (difícil concepto evolucionista), pareciera que en realidad llevamos unos cuantos minutos sobre la corteza del planeta, erigidos en jerarcas de todo cuanto nos rodea. Lo natural en la tienda es pegar las narices a las vitrinas con serpientes, valientemente retar tarántulas a través de una doble capa de cristal o hacer y proferir agudas exclamaciones que mezclan, tanto lamentación como bochorno, al ver a un perrito, pequeño como el criterio.

En una de las escenas de la tienda, mejor entendida como galería en movimiento, presenta entre su colección, una obra sin título, pero con ejemplar gracia y humor por parte del autor: se trata del hámster que corre como sólo Lola puede hacerlo, dentro de una jaula circular, consistentemente cíclica (como nosotros).

El respetable no perderá oportunidad para burlarse y calificar de idiota semejante escena. Lo que no sabe es que como Shakespeare, el roedor también guarda un método en su locura.

Ir a toda velocidad sin rumbo ni avance alguno parece estáticamente divertido a través de un aparador. Pero cuando el hámster voltea a verte de reojo puede que tenga una escena igual o más aparatosa que la que tú presencias.

El hámster parece no cansarse, pero cuando lo hace, descansa con la idea de seguir dando vueltas. No hay inicio. No hay fin. No los necesita ni le importan. No hay cuestionamiento alguno para correr -como lo hacen los niños en juegos infantiles- aparentemente sin límite de por medio. Y quieren más. La última. ¡Porfa!

Pero, ¿qué sentido puede tener correr en el mismo punto? El mismo que hacer esta pregunta, ya que si el hámster se lo cuestionara, probablemente estaría leyendo esta columna. Por eso no para. No puede estar quieto. Aún cuando se detiene, hay pequeños tics que delatan la subrepticia intención por querer seguir. Y no importa si es un cilindro o un dodecaedro, el requerimiento es menester y se trata de seguir, de correr, de no parar.

Es fácil fantasear e imaginar que el gerente en turno de la tienda te permite sacar el cilindro con el animal y dejarlo sobre el suelo del centro comercial, sin cuña de apoyo que impida su movimiento. De este modo el hámster vería retribuido su esfuerzo y cada paso que diera sería un centímetro que rodearía el circense cilindro. Pero esto al hámster le dará precisamente igual, probablemente porque en el fondo comprende que el sentido de avance es una ilusión, o el líder de todos los hámsters le habrá susurrado en medio del estado contemplativo de la carrera, que el planeta Tierra no es más que una jaula esférica que gira.

Este movimiento, esta recurrencia reiterada, incontrolable y frenética, es lo que entretiene la mirada en la tienda. Es precisamente lo que mantiene entretenida a la mente en un proceso prácticamente idéntico, pero con consecuencias poco más alarmantes.

Es imposible saber quién o qué generó la máxima que impera por doquier: piensa estupideces todo el tiempo, reitéralas y satura tu mente con ello hasta dejar a tu mente agotada, todo el tiempo. Y así, sigue la carrera, no pares. En dos palabras: sé discursivo.

Esto puede resultar tan cotidiano que el hecho de "no pensar" puede parecer idiota y/o desconocido. Casi como si el hámster no supiera cómo dejar de correr en su jaula, siquiera para voltearla a verla, ya no digamos para encontrar sentido a la carrera.

El proceso de cavilación al que sometemos a la mente a diario no para: es un animal silvestre y salvaje. Repta por cualquier esquina, no sacia su curiosidad, y en el momento menos advertido, lo encuentras en frenética carrera dentro de su jaula.

No para.

viernes, 8 de enero de 2010

Instrucciones para enojarte


Si no quieres ser víctima del enojo, evita alimentar el hábito; dale precisamente lo contrario que pueda incrementarlo

-Epicteto

Nunca es tarde para acudir a los pliegues más inhóspitos de la naturaleza humana y permitirse un merecido momento de autodestrucción.

¡Anda! Se trata de fracturar tu tranquilidad, secuestrar toxinas en lugares predecibles de tu cuerpo, perder claridad de la mente y asegurar que cualquier cosa que salga de tu opérculo bucofaríngeo será triunfalmente elicitada con una torpeza imperial, que en el mejor y más digno de los casos, culminará en arrepentimiento sentido.

No hay evidencia práctica de que el homo sea doblemente sapiens, pero es fiable decir que lo es cuádruplemente extraño y misterioso en su proceder. ¿O te parece que eres cabal e inenarrablemente feliz cuando te enojas? ¿Y por qué lo sigues ejercitando a modo de disciplinado y pulcro hábito?

Para enojarte requieres diversos módulos que deberás ir perfeccionando a lo largo del proceso, pero que en poco tiempo tendrás inigualable maestría. En principio, es imperativo que rompas el pacto de tranquilidad contigo mismo (si es que alguna vez te interesaste en negociarlo con tu propio Consejo General de Obras y Procesos Propios). Perpendicularmente tendrás que conseguir un antiácido mental, ya que una incendiaria carga de necedades hará que difícilmente te mantengas cómodo y sin frecuencia cardiaca diligente. Siente cómo las falanges se tensan y los músculos se tornan alabastro. La sangre es un bullicio y el rostro es de metal. Los hombros se convierten en peldaños para sentir punzadas en el cráneo que cincelan una nueva faz: la del ceño todo fruncido que se confunde con cualquier, pero ponzoñosa fauna a punto de extinguir a su presa (es decir, su paz). La respiración –naturalmente- será álgida como ametralladora, que sin mayor explicación, evidencia una percepción parcial y desaseada que traerá el mismo desenlace, pero, al no poder adelantar esta víspera, toda la energía del momento se extinguirá en el corto plazo del exabrupto.

El enojo es algo raro. Un acuerdo paralelo del pulcramente encaminado ego sumido en sí mismo y sus cientos de verdades foliadas y ordenadas alfabéticamente, que no hacen más que pendular en las cornisas más oscuras de la historia personal y anidarse subrepticiamente.

Se puede pensar que enojarte te hará ver como Stallone o como alguno de los hermanos Almada (escoge el más rudo), con una elegante sofisticación, digna de un decoro hasta ahora desprovisto. Pero no es amigable –bajo ninguna condición- convivir con alguien enojado.

Llegada la cíclica confusión entre felicidad y placer, basta repetir patrones y condicionamientos para permitir que alternada y reiteradamente, el comportamiento actúe con base en lo que sabe hacer por socialización, no así por convicción, mucho menos con base en un estado abierto de conciencia.

Y es que bajo el entendido de comunalidad de experiencias y el esparcimiento de éstas en el océano de la vida cotidiana, es comprensible que al hojear un diario o ver un noticiario, veas reflejada la agresión y las disfunciones personales, que en lugar de domesticar y corregir, paseamos con golpes de talón de modo regular por el ágora de nuestra predilección.

Pero detrás del enojo existe una intención por comunicar algo. Cuando más imbécil un ser, nadie se enoja porque sí. Y -medievalmente- esa intencionalidad se diluye junto con el origen de lo que se iba a comunicar. Si en una esquina de metro vendieran la copia pirata en DVD de tu show de enojo, rabieta y manoteo, te quedaría muy clara la transformación que en ti ocurre al grado del desconocimiento y la vergüenza en slow motion.

Basta preguntarte, justo antes de enojarte, si llevando a cabo el heroico acto, fomentas la comunicación y el entendimiento, o simplistamente fomentas la hostilidad como resultado de ignorancia ni siquiera cuestionada. Liberas tensión acumulada como un estímulo de agresión, y en un santiamén destruyes algo que llevó mucho tiempo y energía construir.

De ahí la pregunta: ¿Para qué añadir mal al mal? Si bien reprimir el enojo conduce a un tsunami de repercusiones, tal vez peores que el mismo, la propuesta personal tendría que ir por el carril de la canalización, la comprensión y la transformación de dicho enojo.

Si existe creatividad y habilidad para manipular el Xbox, memorizar chistes sucios, monitorear nuevos grupos musicales y hasta para cocinar, hay un ingrediente que no es dispensable en la receta para perpetrar aquello que con tal misterio se enuncia como calidad de vida.

Para el caso, el uso más honesto del enojo, tendría que ser enojarse con el mero hecho de enojarse.