Fallacies do not cease to be fallacies because they become fashions.
- G. K. Chesterton
Uno no cae por azar. Se lo merece. Y una agujeta desamarrada es sólo el médium. Ya sea para caer en cuenta o para contar la caída.
La vida de una agujeta tiene una complejidad pocas veces comprendida. Entre los nudos a los que se expone y los golpeteos de la vida diaria, pocos recuerdan que tiene la sigilosa misión de dar un respiro, tres jadeos y apretar -lograr tensión- en un mundo que precisamente se define por ello.
Cuando la agujeta padece estrés postraumático o simplemente se le da la gana detener el mundo por un instante, echa mano de su escurridiza inconsistencia y como todo proceso egoísta, titubea, voltea a ver el reloj, calcula el momento decisivo y pasa lista a los desleales.
Por eso las agujetas parecen no tener dueño ni progenitor. Son de ese phylum que por la calle presumen que asaltan bancos a caballo y pasan por la comisaría lanzando un puñado de monedas como signo de mala voluntad. Son voluntariosas. Necias. Por eso sólo se les mantiene quietas amarrándolas.
Algo que es muy claro, es que el momento más vulnerable en la histeria (sic) de un hombre es el espacio fenomenológico en el que sucede la anatomía en que el sujeto le dice al mundo “voy a amarrarme una agujeta” y estoy dispuesto a pagar un muy alto precio por ello. ¿Cuántas personas ves a diario que se amarran una agujeta? No muchas, ¿cierto? Hay quienes deciden caminar como si portaran esquíes o simplemente no caminar con tal de no exhibirse como una estatua visiblemente afectada por los designios de un anélidos oligoqueto de tela.
Desde la latitud que se le quiera ver, y si es requerido, con cámara Phantom, se trata del momento idóneo para que el enemigo y su camuflada zalea hagan la cornada definitiva, después de pronunciar algunas ingeniosas frases, mientras te tienen blandido en el chaturanga menos honroso, en el que más vale ver fijamente la agujeta y reclamarle internamente por el resto de los minutos que te queden. Tus enemigos son amigos de tus agujetas. Recuérdalo siempre.
Probablemente sea por eso que las ingeniosas y hábiles mujeres hayan sacrificado -en su pérfida mayoría- las agujetas por el tacón. Es preferible arruinarse los dedos de por vida que estacionarse en la postura del avestruz zen para amarrarse una agujeta.
Pero saludando el legado de comodidad que obra en el manifiesto del Partido del bigote y la hamaca, y haciendo a un lado cualquier sarcófago estético, jamás nos pondríamos tacones en aras de saber lo bien que se siente estar cerca del piso, aunque corramos el riesgo de ser sorprendidos por un comando de sicarios al momento de agacharnos y ocupar ambas manos en maniobrar la huidiza agujeta.
Por eso es indispensable -primero- detectar si la estrategia de vida es la estética, la comodidad o la proactividad: para saber qué tipo de zapato y agujeta portar. Luego conviene respetar y laurear el amarrado del calzado. Procura que el paso sea contundente, pero sanamente flexible, con una generosa tensión que no ate también el andar. Si por algún lamentable suceso ocurre que las invertebradas de tela reten al equilibrio y a la destreza en tránsito, será imperativo saber que un alto total es el encuentro del atajo más propicio.
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