Let us not look back in anger, nor forward in fear,
but around in awareness.
-James Thurber
No para.
El misterio que se apodera del rostro al ver un animal en cautiverio es sólo comparable con la faz del terapeuta viendo a su paciente. A estas exhibiciones de inhibiciones las delata la tiranía de la costumbre y la habituada ausencia de sorpresa, naturalidad y libertad.
Cuando aparcamos la atención -así sea por un minuto- en la tienda de animales (difícil concepto evolucionista), pareciera que en realidad llevamos unos cuantos minutos sobre la corteza del planeta, erigidos en jerarcas de todo cuanto nos rodea. Lo natural en la tienda es pegar las narices a las vitrinas con serpientes, valientemente retar tarántulas a través de una doble capa de cristal o hacer y proferir agudas exclamaciones que mezclan, tanto lamentación como bochorno, al ver a un perrito, pequeño como el criterio.
En una de las escenas de la tienda, mejor entendida como galería en movimiento, presenta entre su colección, una obra sin título, pero con ejemplar gracia y humor por parte del autor: se trata del hámster que corre como sólo Lola puede hacerlo, dentro de una jaula circular, consistentemente cíclica (como nosotros).
El respetable no perderá oportunidad para burlarse y calificar de idiota semejante escena. Lo que no sabe es que como Shakespeare, el roedor también guarda un método en su locura.
Ir a toda velocidad sin rumbo ni avance alguno parece estáticamente divertido a través de un aparador. Pero cuando el hámster voltea a verte de reojo puede que tenga una escena igual o más aparatosa que la que tú presencias.
El hámster parece no cansarse, pero cuando lo hace, descansa con la idea de seguir dando vueltas. No hay inicio. No hay fin. No los necesita ni le importan. No hay cuestionamiento alguno para correr -como lo hacen los niños en juegos infantiles- aparentemente sin límite de por medio. Y quieren más. La última. ¡Porfa!
Pero, ¿qué sentido puede tener correr en el mismo punto? El mismo que hacer esta pregunta, ya que si el hámster se lo cuestionara, probablemente estaría leyendo esta columna. Por eso no para. No puede estar quieto. Aún cuando se detiene, hay pequeños tics que delatan la subrepticia intención por querer seguir. Y no importa si es un cilindro o un dodecaedro, el requerimiento es menester y se trata de seguir, de correr, de no parar.
Es fácil fantasear e imaginar que el gerente en turno de la tienda te permite sacar el cilindro con el animal y dejarlo sobre el suelo del centro comercial, sin cuña de apoyo que impida su movimiento. De este modo el hámster vería retribuido su esfuerzo y cada paso que diera sería un centímetro que rodearía el circense cilindro. Pero esto al hámster le dará precisamente igual, probablemente porque en el fondo comprende que el sentido de avance es una ilusión, o el líder de todos los hámsters le habrá susurrado en medio del estado contemplativo de la carrera, que el planeta Tierra no es más que una jaula esférica que gira.
Este movimiento, esta recurrencia reiterada, incontrolable y frenética, es lo que entretiene la mirada en la tienda. Es precisamente lo que mantiene entretenida a la mente en un proceso prácticamente idéntico, pero con consecuencias poco más alarmantes.
Es imposible saber quién o qué generó la máxima que impera por doquier: piensa estupideces todo el tiempo, reitéralas y satura tu mente con ello hasta dejar a tu mente agotada, todo el tiempo. Y así, sigue la carrera, no pares. En dos palabras: sé discursivo.
Esto puede resultar tan cotidiano que el hecho de "no pensar" puede parecer idiota y/o desconocido. Casi como si el hámster no supiera cómo dejar de correr en su jaula, siquiera para voltearla a verla, ya no digamos para encontrar sentido a la carrera.
El proceso de cavilación al que sometemos a la mente a diario no para: es un animal silvestre y salvaje. Repta por cualquier esquina, no sacia su curiosidad, y en el momento menos advertido, lo encuentras en frenética carrera dentro de su jaula.
No para.
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