Si no quieres ser víctima del enojo, evita alimentar el hábito; dale precisamente lo contrario que pueda incrementarlo
-Epicteto
Nunca es tarde para acudir a los pliegues más inhóspitos de la naturaleza humana y permitirse un merecido momento de autodestrucción.
¡Anda! Se trata de fracturar tu tranquilidad, secuestrar toxinas en lugares predecibles de tu cuerpo, perder claridad de la mente y asegurar que cualquier cosa que salga de tu opérculo bucofaríngeo será triunfalmente elicitada con una torpeza imperial, que en el mejor y más digno de los casos, culminará en arrepentimiento sentido.
No hay evidencia práctica de que el homo sea doblemente sapiens, pero es fiable decir que lo es cuádruplemente extraño y misterioso en su proceder. ¿O te parece que eres cabal e inenarrablemente feliz cuando te enojas? ¿Y por qué lo sigues ejercitando a modo de disciplinado y pulcro hábito?
Para enojarte requieres diversos módulos que deberás ir perfeccionando a lo largo del proceso, pero que en poco tiempo tendrás inigualable maestría. En principio, es imperativo que rompas el pacto de tranquilidad contigo mismo (si es que alguna vez te interesaste en negociarlo con tu propio Consejo General de Obras y Procesos Propios). Perpendicularmente tendrás que conseguir un antiácido mental, ya que una incendiaria carga de necedades hará que difícilmente te mantengas cómodo y sin frecuencia cardiaca diligente. Siente cómo las falanges se tensan y los músculos se tornan alabastro. La sangre es un bullicio y el rostro es de metal. Los hombros se convierten en peldaños para sentir punzadas en el cráneo que cincelan una nueva faz: la del ceño todo fruncido que se confunde con cualquier, pero ponzoñosa fauna a punto de extinguir a su presa (es decir, su paz). La respiración –naturalmente- será álgida como ametralladora, que sin mayor explicación, evidencia una percepción parcial y desaseada que traerá el mismo desenlace, pero, al no poder adelantar esta víspera, toda la energía del momento se extinguirá en el corto plazo del exabrupto.
El enojo es algo raro. Un acuerdo paralelo del pulcramente encaminado ego sumido en sí mismo y sus cientos de verdades foliadas y ordenadas alfabéticamente, que no hacen más que pendular en las cornisas más oscuras de la historia personal y anidarse subrepticiamente.
Se puede pensar que enojarte te hará ver como Stallone o como alguno de los hermanos Almada (escoge el más rudo), con una elegante sofisticación, digna de un decoro hasta ahora desprovisto. Pero no es amigable –bajo ninguna condición- convivir con alguien enojado.
Llegada la cíclica confusión entre felicidad y placer, basta repetir patrones y condicionamientos para permitir que alternada y reiteradamente, el comportamiento actúe con base en lo que sabe hacer por socialización, no así por convicción, mucho menos con base en un estado abierto de conciencia.
Y es que bajo el entendido de comunalidad de experiencias y el esparcimiento de éstas en el océano de la vida cotidiana, es comprensible que al hojear un diario o ver un noticiario, veas reflejada la agresión y las disfunciones personales, que en lugar de domesticar y corregir, paseamos con golpes de talón de modo regular por el ágora de nuestra predilección.
Pero detrás del enojo existe una intención por comunicar algo. Cuando más imbécil un ser, nadie se enoja porque sí. Y -medievalmente- esa intencionalidad se diluye junto con el origen de lo que se iba a comunicar. Si en una esquina de metro vendieran la copia pirata en DVD de tu show de enojo, rabieta y manoteo, te quedaría muy clara la transformación que en ti ocurre al grado del desconocimiento y la vergüenza en slow motion.
Basta preguntarte, justo antes de enojarte, si llevando a cabo el heroico acto, fomentas la comunicación y el entendimiento, o simplistamente fomentas la hostilidad como resultado de ignorancia ni siquiera cuestionada. Liberas tensión acumulada como un estímulo de agresión, y en un santiamén destruyes algo que llevó mucho tiempo y energía construir.
De ahí la pregunta: ¿Para qué añadir mal al mal? Si bien reprimir el enojo conduce a un tsunami de repercusiones, tal vez peores que el mismo, la propuesta personal tendría que ir por el carril de la canalización, la comprensión y la transformación de dicho enojo.
Si existe creatividad y habilidad para manipular el Xbox, memorizar chistes sucios, monitorear nuevos grupos musicales y hasta para cocinar, hay un ingrediente que no es dispensable en la receta para perpetrar aquello que con tal misterio se enuncia como calidad de vida.
Para el caso, el uso más honesto del enojo, tendría que ser enojarse con el mero hecho de enojarse.
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