jueves, 18 de febrero de 2010

Instrucciones para caminar por la calle (2)


No problem is so formidable that you can't walk away from it.

-Charles M. Schulz


No puede medir más de un metro y medio. Pensaría que cada centímetro avanzado es un kilómetro y nada impide que así lo sea. La silueta negra que se dibuja imantada a los zapatos burla el juego de rol y se dedica a la sombría respuesta en silencio ante el dilema de saber qué es la calle: ¿el suelo o el cuerpo?

En medio de semejante ocio comparable sólo con la lectura de estas letras, un soliloquio como el anterior es común en una caminata callejera. Sólo que hay otros. Caminan. Pedalean. Tienen auto. Y confluyen en lo que llamamos “afuera”.

A esa altura del camino, lo mejor que le puedo encontrar a un automóvil es que no salga de su cochera. ¿Cuántas veces fantaseas con el elixir trasnochador de encontrar las calles solitarias, libres de usuarios y construidas exclusivamente para tu paso imperial digno de ser visto por absolutamente nadie?

Por lo visto, los automóviles y sus larvas parecen no haber leído esta columna y deciden salir hasta de las coladeras. A borbotones. Se restriegan sobre el asfalto y se proyectan uno a otro. El vómito es implacable y la esteatorrea vial hace que hasta el pedestre más agudo, pierda varias importantes fibras de realidad que obran sobre claxonazo y mentada.

Entre cebras y gusanos blancos y amarillos se encargan de remozar el ágora donde cualquier derecho del peatón es doblado, hecho moño y regresado de donde vino. La urbe no es un lugar para caminar. Y aún así, se encuentra espacio donde no lo hay.

En pocos minutos el horizonte se transforma en un discurso de metabolismo de hojalata con serios problemas digestivos. Líneas colindantes por cualquier resquicio: desde el camión que rebasa con nanomilímetros de distancia a la señora gigahistérica, hasta el guiño vertical del oficinista que –una vez más- llegará tarde (pero eso sí, ¡qué a gusto le supieron sus diez minutitos extra!).

La inspiración del apocalipsis inducido a diario puede ser estudiado desde la acera, cuando no haya ciclistas, baches o recursos de este mismo caos que atenten contra el mismo proceso de la observación. Caminar será entonces una excusa para celebrar que no estás preso en el receptáculo de lámina, con la tensión muscular a tope y la velocidad en cero.

El golpeteo del zapato es importante. Necesariamente tiene que ser rítmico ya que adereza el andar y habla del vicio de poner atención en todo. Supongo que ahí se esconde otra aplicación del dicho “zapatero a tus zapatos”. Pero no todos encuentran en el pendular de las piernas el sabroso ejercicio de reconocer la postura erguida y permitir que el fragmento de realidad entre por toda ventana abierta. Precisamente por esto, y en virtud de contar con vitrales, la oportunidad es gritona. Grosera. Y cae bien, como señora gorda de mercado.

El ejército de estímulos sensoriales tiene que ser domesticado como a la fiera misma del discurso interno. Tal vez por eso sea tan placentera la caminata a solas, entendida como un gimnasio para aguantarse a sí mismo.

Y en ese viaje que coquetea inconscientemente con un solipsismo acaramelado navega el ingrediente común de cada uno de los lugares percibidos durante la caminata: el tufo individualista del monstruo vehicular que se despedaza y desmembra por el gusto de estar desesperado y me vale madres lo que piense el de adelante (o el de junto, o el de atrás, o el otro de junto, o el de abajo, o el de arriba); el autista que prefiere escuchar a Morrisey mientras corre para hacer de cuenta que todos los días son domingo; la anciana que tiene por profesión ver por la ventana sin siquiera saber qué es lo que ve; el policía que cree que por mover los bracitos con mayor aspaviento el tránsito correrá con mayor fluidez; el orgulloso dueño de dos perros de impronunciable raza que defecan cada tres ladridos (los tres) y dejan sus residuos como testimonio de su existencia.

Caminar es un viaje interno, sobre todo. Es sentir el mundo sobre los zapatos y el espacio sobre el pecho. Es saber mojarse cuando llueve y secarse con un trapito de espontaneidad y parsimonia.

Caminar por la calle es descubrir que nunca te habías permitido hacerlo como lo puedes hacer y reconciliarte con el oficio de sudar un poco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario