If Beethoven had been killed in a plane crash at the age of 22, it would have changed the history of music... and of aviation.
Tom Stoppard
Lo mismo da poner a Laura León o a Tomasso Albinoni si se trata de adoptarlos como el fondo de otra canción: la de la dispersión.
No sé si tuvieras respuesta inmediata, si te preguntara en este instante: ¿cuál sería la canción que definiera el soundtrack de tu historia? Probablemente alguien puede ser tan adicto que requiriera varios Gigas en playlists.
Pero el punto es que la música, al ser un conjunto de vibraciones oscilantes de frecuencias dispuestas en un campo abierto para ser captadas e interpretadas (e interpeladas), ni siquiera es como se percibe. Pero el headbangueo, las lágrimas circunstanciales y la metódica práctica del air guitar suceden a lo que se piensa "está bien chida esta rola" o "El Buki me las va a pagar porque no ha sacado un disco como los de antaño".
La música sabe llegar a donde tiene que llegar, con el timing preciso, la dinamita exacta y toda ámpula por levantar. Por más plasta que uno sea, no hay cómo ser inmune a la música.
En un acto de diversión privada (imagina qué tan bomba me la estaré pasando) suelo poner mute mental al antro y de pronto quedarme con la imagen de los cuerpos en curiosas contracciones y quiebres. La música prende, recuerda, mueve. Es una burbuja -de esas que tanto se disfrutan y que tanto escasean.
La música es un gran ejemplo, de uno de tantos ejercicios condicionados de alienación de los cuales, y sin mayor sofisticación, disfrutamos y empleamos para refugiarnos en nuestra madriguera. La que sea. Pero que sea.
No son pocas las personas que conozco que requieren -como una especie de curioso hábito sexual- conectarse los audífonos, para desconectarse del mundo en una especie de revancha cool contra este mundo ramplón que nada tiene de comprensivo.
Oír a Nine Inch Nails mientras corres, a Sigur Ross mientras duermes, a José José mientras haces quehacer, a Yuri -como es la ocasión- cuando entra la maldita Primavera, a Pablito Ruiz para recordar la vulnerabilidad del sentido común, a Metallica para acelerar el auto, a Juanga para sacar el showman oculto, a Fernando Delgadillo para botear por los pasillos universitarios, a El Sol para preguntarse por qué no es de noche, a los Black Eyed Peas para lavar el coche y así sucesivamente, tener un cómplice musical parece IN y con onda.
Y puede serlo, pero exclusivamente en el estrato de una realidad convencional donde difícilmente se le pone pausa a ésta o al iPod, como para escucharse a uno mismo sin distracción voluntaria, autoimpuesta o inconsciente.