Recuerdo que los años se iban escandalosamente rápido entre onmásticos torcidos y dedos artríticos. Sabía de lo escurridizos y reptantes que son para hacerse pasar por semestres y hasta meses, pero la contabilidad creativa que supone el trayecto del punto A al B del día de un modo hurañamente mecánico los convierte en constructo residual de lo que tendría que ser una vida.
Un año es una ideación artificial. ¿Quién dijo que tendrían que ser 365 días los recovecos que le caben a este placard? De ahí que el desencuentro con las cifras y las categorías permitan ver como endeble hasta la cantidad de años que uno posee (esto es donde se pone bueno esto).
Pero un año en retrospectiva no es otra cosa más que el reflejo de un día y de una vida, sin mayor vuelta ni peritaje. Lo que uno confecciona y destroza suele ser cíclico y encuentra patrones que difícilmente se resisten al vistazo panorámico.
Así como en un año pasan muchas cosas, la melancolía por terminar un ciclo (que no es necesariamente digerirlo) otorga la posibilidad de turistear en la alfombra roja de la conciencia y valorar si en el fondo, dicho ciclo merece ser eso o puede desdoblarse en otra cosa. Algo que resulte nuevo, poco evidente y al menos, lo suficientemente lejano a un aburrido y pusilánime caminar del punto A al B.
Nacer, crecer, reprobar un examen (o una colección de ellos), idiotizarse con videojuegos, muñecas y luego novios y novias, casarse, reproducirse, ver la tele , trabajar como insano y morir parece ser lo suficientemente entretenido como para quedarse en una guardería toda la vida.
Por encima supone ser un reto, pero ante la incuestionable e irresoluble duda de lo que esto pueda significar para un próximo evento, se opta por el inmediato plazo: “total, de algo me he de morir…”.
Uno manda correos, cadenas y palabras con el menor empacho ni emoción deseando “lo mejor de lo mejor” sin siquiera entender lo trillado y absurdo que eso puede ser. Pero se queda tranquilo por haber cumplido la tarea moral. En esas líneas, en esas palabras corre una importante carga de lo que se es y lo que se transmite no es otra cosa que una extensión de sí.
Y en este reto significativo los conceptos y sus designaciones pululan como felicitaciones de Año Nuevo que en un instante se convierten en felicitaciones de cumpleaños, de bodas y de recuperación por la enfermedad mortal. La fugacidad de este juego es tan hipnotizante que no permite reparar en ella.
Un freno de mano podría ser optar por acariciar el punto A y el B y patearlos como una lata de
refresco imprevista. Desnudar cualquier ruta programada que tenga que ver con satisfacer nece(si)dades impuestas que tengan como fin cumplir el rol familiar, social y del ego que sólo puede asegurar una insana competencia estresante y una abierta herida autodestructiva por complicar lo que de por sí es simple y fundamentalmente transitable.
Los seres humanos nos complicamos tanto las cosas, que hasta hemos privatizado el agua, misma que para ser bebida, se paga más cara que la gasolina, aunque ésta última no quiere quedarse atrás en esta carrera. Lo que supone ser una civilización encuentra en guerras domésticas, civiles, frías y de las galaxias, la llave para embrutecerse de poder y luego no tener idea qué diablos hacer con él.
En un año pasan muchas cosas.
Que no pasen inadvertidas es por lo menos, un tremendo y poderoso avance.
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