No es simple escribir estas letras cuando uno le va al Santos.
No porque sea bueno o malo, grande o pequeño, imperial o augusto, sino porque este efecto fue resultado de una causa derivada de una reacción al desacomodo de una diversión que no quería ver ganar al América o a las Chivas intercalándose los campeonatos, y también se resistía a celebrar cómo ganaba un campeonato el Necaxa con un pusilánime empate a ceros en una final.
Fue entonces cuando hurgué en el fondo de la liga y encontré que el Santos Laguna era un equipo que por necesidades de todo tipo (desde afectiva hasta económica) era un verdadero show: 85 de los 90 minutos de un partido eran de bostezo, pero los últimos cinco eran de final mundialista.
Y sin necesariamente proclamarme como panbolero, me cae bien el Santos como me cae mejor la argucia con la que el televidente se desprende de sí mismo cuando escucha al Perro advertir el inicio de un partido, como si se tratara del anuncio de una declaratoria de guerra.
El futbol es mucho más que 22 cráneos persiguiendo un asustado balón. Lo veo más bien como un pase filtrado al área, de un costal insostenible de dinero; un penalty de expectativas que mueve pasiones y sentidos de pertenencia realmente extraños; un baile en media cancha de egos y -sobre todo- un esperado fin de semana para hacer quinielas, detener el mundo por 90 minutos y convertirse en Director Técnico del televisor de tu sala.
Lo más curioso es que al terminar el partido, te tienes que quedar a soportar los lugares comunes y sinsentidos que balbucean exfutbolistas autoproclamados locutores, como si te quedaras a ver si al final de la transmisión, y entre la repetición instantánea y posibles bloopers, cambiara el resultado del encuentro (naturalmente a tu favor).
Se dice análisis, pero en la discursiva perorata del final de un encuentro, es imprescindible revisar el micrométrico pliegue del cachete del Chupete Suazo para poder así comprender su gol y con ello las misteriosas asociaciones que hicieron que la pelota entrara por debajo de tres postes.
Ya conoces el resultado y el de todos los equipos, ligas, jornadas y dimensiones de existencia. No obstante, hay que ver la repetición de la repetición (de la repetición) en el resumen nocturno: no vaya a ser que haya cambiado algo. O por lo menos sirve para reificar el día, porque no siempre se gana, y ver varias veces la hazaña de tus muchachos hará las veces de pensar que ganaron (sí: tú y ellos, la 'institución' y los revendedores, las televisoras y las panzas cheleras, el Pueblo de México y sus patronos emergentes, un partido de futbol y con ello la gloria... Así sea momentánea.
Ver el futbol en modo Phantom, con camisa del equipo en uno mismo, con pleno onanismo por lo que sea que rodee el contexto y con su respectivo Niño Dios encamisado sólo puede merecer un locutor de TV Azteca para completar el cuadro. Es absurdo el fondo: ¿de verdad requerimos un blandengue con acento semiespañol que se siente Vargas Llosa y sólo irrita los nervios propios y ajenos? ¿Se requiere que esa voz traduzca lo que tus ojos están viendo? ¿Es imperioso conocer el sabor de pizza favorito de Oswaldo Sánchez para sentirte fan?
El futbol es extraño. Tanto, que permite ver cómo afloran las emociones más básicas del hombre en competencia, cuando en su forma más básica, no es otra cosa que patear un esférico.
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