Reality is nothing but a collective hunch
-Jane Wagner
Es maravilloso pensar en el espacio como una posibilidad y no como una limitación.
Mi admiración hacia los arquitectos nace de la generosidad vocacional entonada en seleccionar cómo vivirá mejor un puñado de personas dentro de un bodegón con base en la administración del espacio y su diaria relación con él.
El espacio como hálito cotidiano no puede dejar de ser valorado como telón y butaca. Pero si el tergiversado colectivo ha decidido erigir lápidas a los muertos, el arte de hacer respirar una habitación debería ser por lo menos, obligatorio, en caso de que nos interese seguir sintiéndonos vivos.
Como convivir con uno mismo es un mérito a la resistencia, ser condescendiente con la realidad debería ser un acto reflejo como resultado de dejar que el espacio propio respire y se abrace a sí mismo. Por ejemplo, regar las plantas como se invierte en la bolsa, cepillarse los dientes como se redacta un informe de actividades, saludar a sus congéneres como se cuadra uno ante el director y abrir ventanas como se cierra un negocio (probablemente uno de los más convenientes que pueda uno cerrar -o abrir-).
Una ventana, así como un párpado, es una de las ideas más sorprendentes, menos aplaudidas y por ello casi nunca celebradas. Imagino por un instante, el Día Internacional del Párpado. Vistosos (naturalmente) festejos por las avenidas a ojo cerrado, para de pronto, y al rugir de las trompetas y el estallar del confeti, incansable y libremente soltar parpadeos sin reparo ni decoro por todo el día. Después de todo sin él, la percepción de prácticamente todo, cambiaría del todo.
El párpado y el espacio llevan a la idea que observar a través un filtro nos hace conocedores solamente de la versión del filtro, y no de lo que parece que percibimos. Esta es la magia de una ventana. Saber que si está revolcadamente cochina, el paisaje lo estará igual. El filtro aparece como paisaje.
Si por un momento te bajas los pantalones y piensas que todo cuanto percibes lleva consigo un filtro como el de la ventana, decidirás dejarlos abajo. Cuando tienes relación con un estímulo sensorial -por ejemplo, te golpeas la rodilla con un objeto terrestre plenamente identificado: la pata de la cama- suceden dos macabros eventos misteriosamente encadenados entre sí: te pegas y te duele. Pero la sensación del golpe y la del subsecuente y merecido dolor es una que se aprecia como interna, producida por el espacio de tu conciencia. Tú experimentas dolor, y nadie, absolutamente nadie (ni la cama y sus violentos heraldos) registra la intensidad, duración y calidad de ese dolor.
De aquí que de las experiencias que tenemos del mundo, lo único que efectivamente experimentamos sean las apariencias de éstas en la mente. Se tratan de experiencias de objetos que surgen -aparentemente de forma autónoma- al sujeto perceptor. Cuando percibimos un objeto que aparenta estar afuera y nos damos cuenta de que no experimentamos al objeto, sino la emergencia de la experiencia de este objeto internamente, condicionada por los diferentes sentidos que lo perciben, el mundo cambia por completo (el interno y el externo).
Así, la dimensión externa -aparentemente objetiva- deja de cobrar la vigencia que tenía. ¿Hay algo afuera que sea similar con las imágenes que nos brindan los sentidos?
¿Qué tan cercana a la interpretación del objeto, es la experiencia del mismo? De este modo, si las facultades sensoriales determinan la experiencia y registro cabal del mundo, cabe la posibilidad de que estos sean falibles y la impresión que tenemos de la realidad sea errónea.
De confirmar por medios propios esto, estarás ante la ventana más grande y probablemente más cochina por la que te hayas asomado. Momento idóneo para subirte los pantalones.
O dejártelos perenne y orgullosamente abajo.
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