viernes, 18 de diciembre de 2009

Instrucciones para ver prender y apagar los foquitos

At Christmas I no more desire a rose
than wish in May's new-fangled mirth;
but like of each thing that in season grows
- Shakespeare



Uno podría pensar que la Navidad es un pretexto medieval para usurpar las tiendas y, con ellas, el mal gusto del cliché sentimentalizado. Pero no. La Navidad supura muchas cosas más con musiquita de fondo, chillante y repetitiva, y una obsesión por marcar territorio, orinando al resto del año.

El árbol de Navidad, por ejemplo, era para mi infancia un inexplorado continente repleto de dudas y mitos, de preguntas y olor a pino. No veía el momento en que diferentes hectáreas de la República concursaban a través de sus más frondosos representantes en aguerridas eliminatorias para ser elegidos como candidatos a ser el centro de atracción de la temporada y luego terminar en la basura. Una especie de certamen gimnospermo con delicado público y refinadas formas.

Rara era también la parafernalia que sofocaba el día elegido para instalar el altar a Santa Clos, y ya de paso (para que desquite) a los Reyes Magos. Por costumbre la sesión de Consejo Navideño y Festines Conexos sesionaba en pleno el 20 de Noviembre, justo cuando emergía el inmejorable pretexto para no dejarme salir a jugar con mis amigos y montar la producción fabril en masa de este extraño y verde fetiche.

Si por alguna razón este desafío no parecía radicalmente heroico, vale la pena apuntar que mi papá seleccionaba para la ocasión, música que iba desde villancicos hasta el Piporro -pasando, claro, por Ray Conniff (¿de ahí el pacto secreto con las coníferas?)-, no sin lanzar acordes y versiones propias, que hacían el momento aún más exótico.

Pero eso que convertía en masmorra la sala de mi casa, era tener que armar un árbol artificial hecho en Hong Kong y alucinado en México durante varias horas, cuando podíamos ingresar el mentado conífero a la sala y ya. La rama F tenía que coincidir quirúrgicamente en el orificio F sin que algo quedara suelto, forzado ni improvisado. No era precisamente una prueba de cálculo mental ni adiestramiento sexual, pero sí una forma artesanal de perderle gusto -no a la Navidad- al día mismo.

Siempre parecía que iban a faltar 17 ramas y que tendríamos tres cuartas partes de árbol, pero por milagro del niño dios que se impacientaba por no tener listo su pesebre a tiempo, había quórum de ramas para instalar la estructura de focos, esferas, y lo que se interpusiera en la alfombra.

La duda más fuerte era, si por el mérito acarreado hasta el tronco del pino en justo y digno gesto, mi infantil y elegante persona sería retribuida con regalos que ni siquiera se acercaban a los que fueron pericialmente apuntados en la más importante carta que un niño pueda escribir. Pensé que por eso podría instalar varios árboles, varias veces a la semana y dormir en una cama con una conjeturable colcha de regalos.

Ahora se abren dos puertas dimensionales: el hub de las luces y el portal de las esferas. Ambas representan el reto a designar la ubicuidad de un objeto ocioso, en otro destino ocioso: en realidad da imperialmente lo mismo qué esfera pongas en qué lugar, pero el microajuste estético y el bocetaje topográfico de cada adorno parecen hacer fibrilar a los papás. Lo que no se percibe aún, es la posibilidad de que en realidad las esferas te ponen a ti en tu lugar.

Difícilmente se puede encontrar algo más divertido que ver cómo reaccionan los perros frente al árbol. Esa sería nuestra conducta de no acostumbrarnos a prácticamente cualquier estímulo y designio de la realidad. Notar cómo el momento de pronto entra en alerta roja, los bordes del contexto se doblan hacia el centro, la fragilidad de la realidad es evidente, hasta que el vaho se incrusta en el hecho inconmutable de que nada de lo que se percibe existe así, y decides alejar tu nariz de la esfera carmín.

Las hileras de foquitos suelen ser tan latosas como si estuvieras colocando alambre de púas alrededor del edificio Altitude. Una vez que concluye la hazaña helicoidal y dar 22 vueltas al eje del árbol, de arriba para abajo y viceversa, te das cuenta que no alcanza a conectar el enchufe con la clavija (romántico y obligado cuadro de distancia en sepie, slow motion y música del Piporro. Mejor de Ray Conniff.), o reparas en un error táctico de previsión: un tercio de tu serie no prende y tendrás que dedicar los siguientes cuarenta y tres minutos a probar uno por uno y dar carpetazo a tal investigación ministerial.

No obstante, no hay imagen más bizarra que la de un árbol dentro de una casa, con centenas de adornos, dignos de ser contemplados como la motivación para armar dicha escena. Alrededor, adornos, manteles, figuras, lentejuela, bacalao, romeritos, buñuelos, piñata, heridos, enojos, pavo, sidra, moños, flashazos, nostalgia, deseos… ¡y lucecitas!

Aún así, la novedad y el dispendio es el que se prende y apaga. Mejor empieza por el final: siente que es 7 de enero y los festivales son platos y vasos que levantar. Deja fluir el canto sin que la jeringa del villancico logre perpetrar su cometido. Adorna lo que no requiera adorno para darte cuenta precisamente de ello. Levanta el castigo a los niños que chillan en su cuarto. Usa como cuña para nivelar el árbol (algunas hojas) del libro de Baldor. Permite que los tíos borrachos resuelvan el orden de la galaxia a bocajarro. Retira de tu córnea el termómetro del prejuicio. Navega en infinitum por el ponche. Evita acercarte siquiera a los pps que adornan tu mail. Percibe tu fémur derecho mientras caminas por la calle. Observa con cuidado este momento (que es precisamente, como una serie de foquitos en un árbol de Navidad): abraza con el fulgor de saber que nada tiene que ver ese abrazo con una temporada, y mucho menos con algo sustancial.

1 comentario:

  1. Me hizo muy feliz hermanito, ¡sobre todo por leerlo en enero! Un abrazo.

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