viernes, 17 de julio de 2009

Instrucciones para odiar lo que sea



No es tan difícil si lo piensas.

Dado que sobran cosas inútiles en esta vida (las corbatas, el dedo meñique del pie, las monedas de 10 centavos, las envolturas de regalo, la luz ámbar de los semáforos… en breve habrán unas instrucciones para volver útiles las cosas inútiles), es por demás un elogio al libre arbitrio gruñir y despotricar en contra de quien resulte irresponsable.

Odiar algo pareciera natural. Es más, con un atisbo de perspicacia odiaríamos –como Gárgamel- no sólo a los Pitufos, sino también el mismo proceso de odiar.

La aversión significa un intrincado –pero automático- proceso de selección. Sin embargo pocas veces reparamos en el origen de este filtraje porque lo importante es el objeto del odio: linchar a Javier Aguirre y a cada uno de sus pupilos o incendiar la pata de la cama que planificó y perpetró con ejemplar destreza el golpe nocturno al dedo del pie.

Si en realidad la vida se redujera a odiar o amar tendríamos como seres una simplicidad compleja.

Y es que el simplismo es una moda que difícilmente pasa de moda. Tomar por asalto el dedo índice y calificar al mundo como un acto dado o heredado de modo automático es algo irreparable (en todos los sentidos posibles) e inútil en sí mismo. Si erigiendo tu sentencia de los objetos de la realidad desaparecieran con ella, odiar sería completamente erudito.

Aprecio la gentileza que provoca la ilusión del albedrío. Pero no deja de ser un señuelo. La serie de comportamientos, pensamientos y acciones llevadas a cabo sin chistar como resultado de la habituación, y por ende de procesos que ya ni siquiera cuestionamos, debería representar una alarma más fuerte que la que generó (y generará) el AH1N1.

Y cualquier momento es bueno para lanzarte a la plaza de tu elección y odiar al AH1N1. Odiar la gestión de la desmesura. Odiar la falta de ortografía y los clichés enviciados. Odiar a la policía y a los políticos. Odiar el zipper del pantalón y los broches del brassiere. Odiar los lunes y tal vez los martes. Odiar la indiferencia. Odiar (aún) el timbre del fin del recreo. Odiar el cinismo y la falta de sentido de otredad. Odiar el mal gusto y la carencia de elegancia. Odiar la autodestrucción. Odiar los libros subrayados. Odiar la grosería y el camino burdo. Odiar el ocio. Odiar la inconsciencia. Odiar el hígado y paradójicamente odiar la tauromaquia. Odiar la alarma para despertarte. Odiar la falta de sensibilidad frente al respeto ambiental, al trato a los animales, como a los derechos indispensables (deja tú individuales) de las personas. Odiar los zapatos con pants. Odiar a Maná. Odiar a tu archienemigo. Odiar la injusticia. Odiar ir al dentista. Odiar la incongruencia y odiar la insensibilidad… Odiar. Cualquiera puede odiar. Cualquiera odia.

De algún precámbrico modo estamos socializados a que al menor estímulo nos erijamos en magistrados y potentados árbitros de situaciones, personas y todo cuanto nos rodea.

La flamante sentencia: “Me gusta” o “No me gusta” en sus multivariadas modalidades (incluyendo aquellas diplomáticas o diligentemente refinadas) hacen del instrumento de la conciencia, uno que obra en contra de su naturaleza. Y aquí está el pequeño detalle con odiar.

Si la naturaleza del fuego es el calor y la del agua es humedad, la de la mente es conocer por medio de su claridad y su oportunidad de aprehender.

Pero en el más aguafiesta del plan, el proceso cognoscitivo se ve empañado por una especie de voz en off que se adhiere como rémora asquerosa (impensable separar asquerosa de rémora) y dictamina –enjuicia- cuanto evento mental se presenta frente a la esfera sensorial particular. Esta discursividad es norma y no excepción en el proceso vital. Pareciera “normal”. No por ello habremos de rendirle pleitesía o mantener incendiaria inacción.

Si etiquetar a rajatabla parece divertido y hasta podemos convertirla en profesión peligro, genera –por medio del poder de la habituación- una seria intimación con los procesos que facultan la cotidiana descripción del mundo. De este modo, con concebir el veneno te envenenas.

Percepción es realidad.

¿Y no cabría entonces pensar que autoestima es el estado inversamente proporcional al ejercicio de calificar (y odiar) intempestivamente el mundo?

(Es pregunta)

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