Por supuesto, primero hay que asumirse como paje en el reino vegetal y no claudicar ante la trepidatoria tentación de vegetar.
Ver una planta supone saberse sorprendido por el entorno, por la exquisita capacidad de curiosear y saber del entorno, y privilegiar la estancia en la superficie de modo conjunto.
De algún modo las plantas son testigos objetivos a los cuales tendríamos que aprenderles más de un puñado de lecciones.
Se puede apilar la vista sobre el follaje y hacer un violento zoom para seguir las nervaduras y luego voltear a verse los brazos a sí mismo.
Es imprescindible observarlo también en términos de colores. Olvida cualquier referente y advierte un Nuevo Mundo hecho exclusivamente consignado con base en colores. Así habrás de descubrir el himno del ocre y subirás las intrincadas montañas del verde. Admirarás los fangos del olivo y te dejarás acariciar por las falanges amarillas.
Luego viene el descubrimiento de la forma. Identifica la repetición de las formas y la coexistencia de patrones en un ente vivo: se trata de la más viva tarea para supurar algún minuto desprovisto de soliloquio discursivo.
En el caso de la planta observada, vale descubrir la genealogía de raíz al ápice y atinar a imaginar una plática con uno de estos interlocutores. Por estúpido que parezca, se puede sacar mayor provecho que de muchos de los personajes con los que entablamos conversación a diario.
Imagina el nombre. ¿Qué tendría que decir un árbol? ¿Qué habrá visto y qué olvidado? ¿Cómo percibe el mundo y para el caso, cómo te ve a ti? ¿Qué consejo quintaescencial te brindaría?
¿Y lo escucharás?
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