viernes, 9 de marzo de 2007

La ciudad en donde no existía el futbol

Una vez más estaba allí ese ruido. Lo más parecido a un silbatazo frío, hiriente, delator y vertical. Todos sabían de lo que se trataba, pero ahora sonaba más fuerte de lo que se pensaba El latigazo craneal hacía que los globos oculares parecieran sobreinflarse. Era de madrugada y nadie reparó nunca la hora porque siempre era de madrugada ahí. Los gallos cantaban cuando les diera la gana. No eran necesarios los relojes porque el tiempo se medía con un sistema alfabético discrecional: era la hora que quisieras que fuera, si es que esto era relevante, o había una reunión social en puerta, para tener que establecerla.

La gente no solía dejar sus casas por mucho tiempo y con lámparas incandescentes realizaban el trabajo por el cual eran remunerados. No les iba mal. Componían un piso o bajaban un animal de un árbol, y ganaban lo suficiente para dormir la mayor parte del tiempo. Cuando se trataba de celebrar, los oráculos dictaban que se realizara una peregrinación de casa en casa, de habitación en habitación, como si hubiera que llenar el aire de malteada de plátano por las 357 residencias del lugar, esto con el fin de alegrar el espíritu de los mentores.

Nunca era tarde ni temprano. Las reglas no eran conocidas porque no eran necesarias. No importaba si uno no se bañaba por tres meses o si lo veían colapsado en lágrimas por la calle. La religión era permitir que todo lo que vieras debía ser percibido como espacio mismo.

De este modo, la reverencia al instante era venerada con quedarse completamente quieto las veces que uno eligiera durante la jornada (recordemos que ni días, ni meses existían: solamente jornadas, que duraban lo que uno quisiera que duraran) y encontrar que el momento: ese momento, era el realmente trascendente y demandante de toda su atención. Era por eso que los hijos no contaban con edad para migrar de casa. De hecho, no había a dónde migrar porque el poblado era un tanto limitado, enclaustrado en su gente y la temperatura de sus sueños. Los hijos se criaban por medio de la educación que veían sus ojos (el famoso sistema Empírico - Dador - De - Inteligencia - Emocionante) y cuando encontraban alguien con quien unir su vida, lo hacían. Si se cansaban o aburrían, se lo decían y se retiraban.

Cuenta el veterano de la tienda de estrighaastos (una especie de tridentes muy, muy altos para arar las paredes y el cielo (se le conoce al hecho de arar paredes o cielo, a embonar un rígido objeto punzocortante en las paredes dimensionales, para ventilar el universo y permitir el escasísimo asomo de luz), recordando que esta tarea está reservada única y exclusivamente para los Estratuviarss. No eran nobles, sino los dedicados a ventilar el pueblo con sumo cuidado (ya que corría el rumor que de hacer esta operación sin la moderación taimada, el tridente podría reventar la delgada capa de Unix, que era la que les proveía de protección y cobijo vital (no por nada como sobrenombre se hacen decir unixtarios)), un hombre lánguido en tesitura pero robusto en conciencia, que una ocasión un hombre decidió unirse con una mujer, a quien de inmediato rechazó por no conocer el vocabulario elemental para hacerlo feliz. Cuenta el viejo que pasaron el resto de sus vidas juntos, investigando la naturaleza de este vocabulario, aparentemente unidos y aparentemente desunidos.

La plaza era un lugar para no estar. En realidad no había conceptos tales como bonito o feo, ni constructivista u ortodoxo. No existían (no es que no las conocieran, simplemente, esto no importaba) varias figuras geométricas. Se daban por premiados con abrir sus ventanas triangulares y escuchar sus discos cuadrados.

Eran personas que no eran especiales. Gente común que sabía que con uno que fuera especial, sobrevendría la gemida hecatombe social. Por eso no había siquiera este deseo. Transitaban por los caminos como sombras colgadas encima, sin mayor ocupación que la de percibir el momento y sus cualidades. Incluso hacían esto durante el prolongado tiempo de sueño. No deseaban en realidad más cosas, porque no había más cosas y porque el deseo era comprendido como una irreverencia para la tranquilidad. No tenían la menor intención de proteger o vanagloriar al ego.
Todo era muy estable, muy pacífico, y su gente muy quieta, a grado tal que el enojo más violento era apenas un guiño de inconformidad, aún espetado con cierta dosis de dulzura. Todo esto transcurría como cotidiano hasta el día de la Xanyuzaan (Momento de la profética evaporación del orden). Todos tendrían que estar preparados (anímica y materialmente) para el instante en que el pueblo recibiera la sacudida herética y sólo unos cuantos sobrevivieran.

El movimiento no tenía paralelo y duraba muchos eones (muchísimo tiempo: el tiempo que realmente no tenía medida y que nadie quería que fuera medido o incluso concebido). Nadie allá adentro conocía su origen, y como no existía el deseo de sobrevivir o no envejecer, recibían el instante con aceptación y soltura. Incluso, con una obscura alegría por saber que ya no tendrían que esperarlo más.

Lo que ellos nunca sospecharon, es que si uno eleva la mirada, como si ésta fuera en la punta de una escalera de camión de bomberos, y llega al punto más alto del campanario del pueblo y sigue escalando la vista de tal modo que cruce las tinieblas parcialmente entintadas de luz, y vigoriza este ejercicio hasta llegar al límite del espacio, uno encontrará una dura capa (la misma que reconocen los Estratuviarss con su tridente), misma que del lado opuesto, es levantada por el árbitro del encuentro, quien con quirúrgica sonrisa estereotipada, sabe todo lo que está sucediendo adentro, pero nada puede hacer para impedir el orden natural de los sucesos (en realidad es árbitro de afuera, adentro y sus linderos, pero guarda el secreto, por favor). Entonces camina unos metros y suda lo necesario. Recibe cuatro flashazos. Continúa ungido de arquetipos sonrientes, que sabe que lo librarán de cualquier sospecha. Lo toma entre sus manos, respira hondo, cierra un momento los párpados como quien sabe que ya nada será igual, y deja el balón en el centro del césped para que con su implacable y agudo silbatazo (crucial aviso) dé comienzo un encuentro más.

1 comentario:

  1. Está buenísimo!! Te felicito. Postea más cuentos.
    Héctor

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