viernes, 15 de julio de 2011

Las instrucciones mudaron ya

Poralgopasanlascosas.com

Instrucciones para convertirte en piso



En silencio es cuando se asimilan mejor las superficies. Incluso aquellas que se asumen como propias y que por el andar cotidiano, uno olvida de voltear a ver e interpretar.

Hay ocasiones en las que el suelo parece dispararse hacia arriba como una respuesta natural, pero antigravitacional del humor.

Cuando sucede lo contrario, el perfil bajo es obligatorio y hasta requerido. Como suele pasar a menudo, en caso de que a alguien le lleguen a extirpar la nostalgia, no hay otra cosa mejor que recetarle el voltear a ver el piso con un ángulo obtuso, enfático y groseramente indiscreto.

Ahí es donde radica la respuesta a cualquier ansiedad de control (de lo que sea): del tiempo, de la pareja, del iPhone, de la salud, del pulso, de la edad, del humor, de la razón, de la conciencia…

Tengo que confesar que a veces me da miedo sentir esa rugosa y siniestra dificultad de convertirse en masa humana. Cuando la gente muta en aglomeración y no hay de otra, más que cobijarse en su propia sonrisa, el mejor cómplice es precisamente el suelo. Tal vez por eso es injusto exclusivamente pisotearlo.

Esa es la confusión primaria: aunque su aparente función sea pisarlo, sostener esta y otras especies es también una tarea que no requiere ser vociferada para aceptar.

Con todo esto, arrójate al suelo. Entiéndelo, acarícialo como un tesoro recién descubierto. Reencuéntralo y regodéate con la ceremonia.

Para esto deberás recostarse boca abajo y con las extremidades abiertas en franca señal de receptividad y caída libre, sin importar que ya estés en el suelo. Intimar con la superficie te vuelve profundo en la medida en que te quedes en silencio.

Es importante que se haga el más nítido esfuerzo para que la mayor parte posible del cuerpo toque el suelo, de este modo habrá la sensación más fidedigna de que estás en el suelo.

Cuando estés ahí recostado, aparentemente sin hacer nada, estarás haciendo mucho más de lo que sentirás: desde generar brotes de paciencia, hasta escuchar el otro lado del suelo, que fácilmente puede comprenderse como un ejercicio de piel a piel. Quien confunde la confesión con intimidad comete un adulterio de lógica, mismo que suele ser vengado con un protagonismo singular por parte del sentido común.

Ahí en el suelo puedes ganar muchos amigos bajo la institución de una causa justa: dado que la perspectiva es a ras, encuentras que, ni eres el único, ni hay dimensión realista de lo que ves. Los ojos que se acostumbran a ver, dejan de observar, por lo que el encuentro de otra dimensión del piso puede hacerlo entender ya no como soporte, sino como vínculo.

Una hormiga, una araña, una grieta y hasta una piedra tienen tanta labia de un modo animalmente latente, que ignorarla sería soberbio, especialmente cuando ésta puede llegar a ser tan excéntrica como discreta.

Por ello la función jurisdiccional de la territorialidad hace que se abra una noción de pertenencia, por lo que recostarte en el suelo y saber que ni el cuerpo es tuyo, es francamente liberador.

Para eso sirve el piso.

Y recostarte sobre él.

Instrucciones para convertirte en piso


  
En silencio es cuando se asimilan mejor las superficies. Incluso aquellas que se asumen como propias y que por el andar cotidiano, uno olvida de voltear a ver e interpretar.

Hay ocasiones en las que el suelo parece dispararse hacia arriba como una respuesta natural, pero antigravitacional del humor.

Cuando sucede lo contrario, el perfil bajo es obligatorio y hasta requerido. Como suele pasar a menudo, en caso de que a alguien le lleguen a extirpar la nostalgia, no hay otra cosa mejor que recetarle el voltear a ver el piso con un ángulo obtuso, enfático y groseramente indiscreto.

Ahí es donde radica la respuesta a cualquier ansiedad de control (de lo que sea): del tiempo, de la pareja, del iPhone, de la salud, del pulso, de la edad, del humor, de la razón, de la conciencia…

Tengo que confesar que a veces me da miedo sentir esa rugosa y siniestra dificultad de convertirse en masa humana. Cuando la gente muta en aglomeración y no hay de otra, más que cobijarse en su propia sonrisa, el mejor cómplice es precisamente el suelo. Tal vez por eso es injusto exclusivamente pisotearlo.

Esa es la confusión primaria: aunque su aparente función sea pisarlo, sostener esta y otras especies es también una tarea que no requiere ser vociferada para aceptar.

Con todo esto, arrójate al suelo. Entiéndelo, acarícialo como un tesoro recién descubierto. Reencuéntralo y regodéate con la ceremonia.

Para esto deberás recostarse boca abajo y con las extremidades abiertas en franca señal de receptividad y caída libre, sin importar que ya estés en el suelo. Intimar con la superficie te vuelve profundo en la medida en que te quedes en silencio.

Es importante que se haga el más nítido esfuerzo para que la mayor parte posible del cuerpo toque el suelo, de este modo habrá la sensación más fidedigna de que estás en el suelo.

Cuando estés ahí recostado, aparentemente sin hacer nada, estarás haciendo mucho más de lo que sentirás: desde generar brotes de paciencia, hasta escuchar el otro lado del suelo, que fácilmente puede comprenderse como un ejercicio de piel a piel. Quien confunde la confesión con intimidad comete un adulterio de lógica, mismo que suele ser vengado con un protagonismo singular por parte del sentido común.

Ahí en el suelo puedes ganar muchos amigos bajo la institución de una causa justa: dado que la perspectiva es a ras, encuentras que, ni eres el único, ni hay dimensión realista de lo que ves. Los ojos que se acostumbran a ver, dejan de observar, por lo que el encuentro de otra dimensión del piso puede hacerlo entender ya no como soporte, sino como vínculo.

Una hormiga, una araña, una grieta y hasta una piedra tienen tanta labia de un modo animalmente latente, que ignorarla sería soberbio, especialmente cuando ésta puede llegar a ser tan excéntrica como discreta.

Por ello la función jurisdiccional de la territorialidad hace que se abra una noción de pertenencia, por lo que recostarte en el suelo y saber que ni el cuerpo es tuyo, es francamente liberador.

Para eso sirve el piso.

Y recostarte sobre él.

jueves, 23 de junio de 2011

Instrucciones para oprimir un botón



El resorte tiene un encanto que ya lo quisiera alguien por las mañanas.

La magia de la insistencia convertida en una cruzada nacional vuelta tic absorbe hipnóticamente el contacto del hombre con su creación: un botón, y lo vuelve esmeril en cada ventana.

Los hay negros, azules, amarillos, nucleares, fisiológicos, florales, de vestir, en elevadores y en computadoras, en aires acondicionados y en controles remoto, los hay virtuales y congelados. Los botones están con el ser para ser oprimidos por la clase dactilar como consigna vital y universal, como triste, pero real, evidencia de un mundo desigual.

Sin embargo, puede que sea tan sabroso como degustar un buen pozole o bailar en tu cuarto a solas, pero apretar un gran botón conlleva –necesariamente- a tener que apretarlo de nuevo.

Esta es la magia del mismo. Y lo que sucede es que un botón nunca tiene soledad. Siempre está ahí, esperando lealmente ser oprimido y prácticamente, gracias a su oculto y secreto mecanismo, emerge con soltura, como retando al respetable, a ser apretado una vez más. Noble, bonito.

No imagino el día que se inventó el botón como dispositivo para activar algo que de otro modo perdía chiste. Lo más probable es que un hombre en blanco y negro (siempre viene a mi mente Nikola Tesla con música de trompetas como fondo), haya dibujado planos y hecho maquetas para encontrar que la magia de la espiral (sin mencionar aquí el paroxismo de ésta, llamada Phi) tendría que portar un techo para fungir como receptáculo caprichosamente funcional. Aprietas, funciona. Así son las cosas.

Por ello el capataz de la eficiencia en un botón es su propia vigencia. En él se refleja el estigma oprimido en un botón y la firmeza del que blande su dedo para hacer clic. Por eso un botón se aprieta con rostro iluminado, como atestiguando el proceso que lo llevó a ser botón y procurando nunca renacer en uno de ellos (aunque nadie puede garantizar tal certeza, por lo que valdría la pena estar precautoriamente advertido e ir eligiendo qué botón podría ser en la siguiente vida).

Piénsalo fríamente: el teclado son botones, como la paciencia evidencia botones para su contraparte. Un bebé, por ejemplo, controla magistralmente a sus padres activando con maestría diversos botones. Pero casi seguro esa responsabilidad, la de saber escribir y la de conocer los propios botones, se va diluyendo como alambre que ha perdido tensión y por lo cual, cualquier botón pierde cualquier chiste.

Deberían prohibir a un botón viejo salir a la calle así nomás, con la facilidad de ser visto en público y exponerse a ser apretado sabiendo que tiene sus opresiones contadas. Pero lo que lo hace realmente sagaz y valeroso es que ningún botón es fabricado con su número de apachurramientos contados.

De ser así, esto sería sumamente aburrido y lo más probable es que se guardaría en alguna vitrina o museo y se oprimiría un par de veces por año, en alguna fiesta del pueblo u ocasión especial, como el lanzamiento de algún misil.

Pero esto no pasa así. Es imposible calcular la vida útil de un botón, por lo que es necesario digitar con delicadeza, pero estilo, cualquier botón que uno tenga que oprimir. 

sábado, 4 de junio de 2011

Instrucciones para leer unas instrucciones


Hay quien tiene la gallardía, pero sobre todo el tiempo para permanecer estoicamemte hincado y tener en el suelo, frente a sí, la siguiente escena (forense): una caja abierta, con importantes y tribales rasguños, despojada con primitiva ansiedad del moño y cuantas capas geológicas de papel se hayan interpuesto entre tu humanidad y la diversión.


El producto en cuestión junto a la caja, llámese computadora, iPod, cuelgatoallas para hacer ejercicio, rack para zapatos, tele, compu, licuadora, cuna, arma de fuego reservada para uso exclusivo del Ejército, medicina, o gadget de la naturaleza que funcionará (por un ratito: en lo que llega uno más nuevo) para el género que sea.

Y uno, absorto frente a la caja, arrodillado, con lentes para ver de cerca, un té, resaltador amarillo y libreta para tomar puntuales notas de las instrucciones del aparato en cuestión.

Nada más ficticio (y nerd). Uno debe romper, descomponer y desahuciar el producto, antes de acercarse al manual. Eso debería de obrar en amarillo, gigaBold y 80 pts en la primera página de todo instructivo.

Desde niños nos enseñan a patear y romper las cosas antes de aprender a usarlas. ¿Por qué deberíamos guardar recato ahora que tenemos aparente uso de nuestras facultades?

Y otra preguntita: ¿Para qué perder energía y encanto del nuevo gadget que tienes en las manos, en chutarte 240 páginas de nanoletra , si puedes 'picarle' para ver cómo funciona. es más fácil. Más burdo. Más divertido.

Este arte basal de 'picarle'  al artefacto, entraña la mexicanísima concepción de privilegiar -qué va- honrar el método empírico y aplicarlo en todo aquello que se deje: juguetes, electrodomésticos, muebles, parejas y hasta con el cuerpo mismo.

Por ello, leer las instrucciones es para nerds, para clavados, para ociosos o para ansiosos que buscan una solución a la gracia perpetrada traducida en desperfecto o fractura.

Velo así: hoy son pocos los productos que ofrecen instructivo detallado con el producto. Los jetones directores de marca a priori saben que es pésima idea meter un librucho en donde sea. Casi como meter una señal del diablo. Por eso es mejor subirlo a un sitio web (que tampoco será pelado) o puesto el proceso en tres rápidos y esquemáticos pasos en una hojita de papel.

Sobre todo si se parte de la idea de que un producto ahora debe ofrecer la condición de tener que ser intuitivo. De otro modo, habrá que leer el instructivo. Y como eso cuesta trabajo y demanda esfuerzo, no sirve.

Antes, los instructivos hasta para un Hot Wheels, eran manuales. Ahora los manuales de procedimientos son quick fact sheets. No tenemos tiempo. Mucho menos que antes.

La tecnología ha incumplido su promesa, y nosotros seguimos lamiendo sus digitales botas: Se nos hizo creer que con ésta, haríamos las cosas más rápido y mejor para ahorrar tiempo. ¿Para qué? Evidentemente sería para agregar calidad de vida a la misma.

Pero efectivamente hacemos las cosas más rápido para que al terminarlas hagamos más o pongamos a girar la rueda del hámster con las redes sociales y otros señuelos. Pero la calidad de vida por el subsuelo. ¿O cuentas con más tiempo que tus abuelos?

Para ninguna de estas redes sociales se requieren instrucciones. Sería lo peor que pudiera sucederles. Invitar e incitar a leer a la gente y con ello comprender procesos para eventualmente cuestionarlos y reimaginarlos.

No. Eso no es lo que busca ahora la gente.

Eso está out.

viernes, 6 de mayo de 2011

Instrucciones para decir una mentira

Por mentiroso que suene, el día está plagado y plagiado por mentiras. Mentiras blancas, mentiras piadosas, mentiras de mientras, mentiras obligadas, mentiras por ósmosis, mentiras sin querer, mentiras automáticas (o autómatas), mentiras al fin.

¿Cuál es el afán de mentir? Probablemente se logre un cometido transitorio que repercutirá (sin mentir) como efecto causal y del cual, uno sorprendido se pregunte: "¿Y por qué me pasa todo esto a mí?". Uno miente por inseguridad.

¿Será que este actuar está incrustado en la naturaleza humana (y mentirosamente lo intentamos negar)?

Hay personas a las que les sale tan florida una mentira, como aquéllas a las que se les escucha delicioso cuando lanzan una palabra altisonante. ¿Será que el mentir es una técnica para la cual uno se entrena (diariamente)?

Me llama mentirosamente la atención que el primer mecanismo de defensa con el que cuenta nuestra (especial) especie, sea la negación: una mentira soslayada como un procedimiento rutinario e instintivo.

Para saber que se trata de una mentira hay que conocer la verdad. De lo contrario, estos dos conceptos serán entes irreconocibles en una pecera ahumada.

Sería, por esto, revelador hacer un conteo diario de las mentiras que escapan de la laringe, sólo como dato. Por ejemplo, en alguna ocasión con mis alumnos universitarios hice precisamente este ejercicio.

Les pedí que mantuvieran presencia mental durante todo el tiempo que pudieran durante una semana (en realidad ese era el reto) y que detectaran el momento en que "tenían" que mentir. Una vez acontecido esto tendrían que levantar un reporte de lo experimentado en toda una semana y lo más padre: se tenían que pintar y retocar (en el miserable y poco probable caso de que se bañaran) una rayita en la parte anterior del brazo, por cada mentira proferida en esos siete días.

- Es que vamos a parecer presos, intentó escaparse uno.
- Precisamente eso es lo que somos, de las mentiras, sugerí.

El caso es que a la semana llegaron a clase, misteriosamente todos, con su camisa arremangadita. Quien más rayitas traía era una chava que apenas mostraba seis.

No sabría decir qué se veía más fresco: la tinta o sus rostros. Pero algunos meses después, me aceptaron que habían olvidado hacer el ejercicio y curiosamente mintieron en su ejercicio… detector de mentiras.

Para soltar una mentira hay que ser, o muy bruto, o muy ingenuo: deberás poner cara de absoluta fiabilidad (el proceso se dificulta porque evidentemente es algo que ni tú te crees). Simpáticamente tendrás que hacer que te crees tu mentira y hasta construir estratégicas y calculadas submentiras para respaldar la inverosimilitud de la original.

Habrá entonces que controlar el trastabilleo, el movimiento telúrico de las rodillas, las manos y la quijada. Tendrás que comprarte un cuadernito para apuntar tus mentiras y de ese modo poder administrarlas: ¿A quién le dijiste qué y cuándo? Y por supuesto, habrá que mentir al respecto de la naturaleza de dicha libretita.

Mentir es realmente fácil, lo difícil es asumir responsabilidad sobre esto y optar por una vertiente de verdad.

Desgraciadamente lo que no se conoce no se desea.

miércoles, 20 de abril de 2011

Instrucciones para fumar un cigarrillo


Antes que otra letra suceda, he de aceptar que me cae rebien la palabra cigarrillo. De inmediato me remite al gallardo Hombre del Eterno Cigarrillo (Alberto Vázquez). ¿Qué personalidad puede cargar un sujeto para que se distinga por un diminuto taco de tabaco?

La misma pregunta cabe cuando alguien cierra su compu, enruta su extensión, baja 10 pisos, y en el vestíbulo del edificio se para con ninguna otra reflexiva soledad que la de su sombra, y enciende el cigarro.

Para fumar se requiere estampa y gracia. No todo mundo sostiene la tensión del cigarrillo en sus falanges ni mucho menos (se) contamina con visión de largo plazo.

Y al respecto de cómo sacar el humo, la gente siempre agradece algún tipo de suerte acrobática como las divertidas donas a las cuales hay que inyectarles el hilo de humo en medio. Y en el entuerto del cómo, siempre irá el qué. Humo somos y el humo respiraremos. 

Por lo menos que sea con gusto.

Lo interesante es ver cómo cambian las ópticas en torno a la visión del cigarro, sin necesidad de reparar en el sujeto observador y sus múltiples acechanzas del todo salpicadas de lo que sea que traiga a rastras.

En un momento, fumar era propio de hombres y las mujeres que perpetraban este atrevimiento eran vistas como rebeldes maliciosas. Hoy parece perder furor el restregar bocanadas por doquier en beneficio de la cultura green que pudo más al voltear a ver el estado del planeta.

Pero cuando uno está ahí, solito y fumándose camiones, peatones y caca de aves varias, nada parece restar importancia a la humadera.

La postal es polisémica: por un lado parece que estás viendo al Pensador de Rodin con tabaco en mano, a punto de resolver el problema del objetivo ulterior del humano como especie.

Por otro lado ves a alguien sabiendo perfecta y monocrómicamente (el humo -ni nada- tiene color) cómo emplear ingeniosamente siete minutos de ocio en abrazar y soltar humo.

Por lo menos de esta acción mecánica se desprende la evidencia de la estructura de un instante: humo. ¿Cómo tomas al humo? ¿Cómo lo retienes para ti y coleccionarlo?

Si en ese momento de ilustre onanismo al fumar, uno tuviera a bien importar la energía regada en sitios, personas y situaciones que no debería regarse, probablemente fumar sería lo más recomendado por todo tipo de especialistas.

lunes, 4 de abril de 2011

Instrucciones para ponerte unos lentes



Para todos aquellos que contamos con el fértil privilegio de ver borroso y así poder dudar, tanto de la claridad de la realidad, como de la validez de los sentidos, ponerse los anteojos es lo más parecido a ponerse un condón.

Hay autores de la corriente Gestalt que comparan el proceso de ver uno a uno a los ojos, con el hacer el amor. Por eso la actitud más responsable en esta promiscua fiesta de miradas, es ponerse lentes.

Cuando te cambian la graduación el mundo renace de su escuela preparatoria y parece que por fin cambió gracias a un par de cristales. En lo que no reparas en ese momento es que si esos cristales fueran rojos, el mundo para ti sería percibido como absolutamente rojo.


No imagino a un miope en tiempos prehistóricos. ¿Habría evitado cualquier tarea diaria por su imprecisión ocular? ¿O al carecer de precedente del concepto ni siquiera existía la necesidad materializada en la mente del respetable?


De ser así, habría que ponerse los lentes ante el hecho de que este conjunto de respetables que habita el 2011 cuenta con una serie inaudita de situaciones anómalas y benévolas por desarrollar, mismas que para este ojo, son llanamente inexistentes.


Es muy entretenido. Le hemos exigido al proceso de civilización diversos accesorios para sofisticar o condimentar las ventanas sensoriales. Guantes, cubrebocas, lipstick, orejeras, aretes, calcetines, zapatos y por supuesto, gafas.


Quien ose no acatar las normas elementales de armonía de la moda estará seguramente out en más de un sentido. Por ello es imprescindible auscultar con pleno sentido del colorido cualquier blanco que pueda ser negro.


Por eso tomar las dos patitas con cuidado (no vaya a ser que se descuadre lo que pretende ser curvo) y empotrarlas en el cráneo es de lo más invasivo. Tanto, que ya es plenamente normal y hasta fashion.


Seguramente como el concepto que tenían los australopitecus de sí mismos.

viernes, 25 de marzo de 2011

Instrucciones para entender una motivación



Uno de los factores primordiales en el escrutinio de la conducta es conocer el motor de ésta, y con ello, saber precisamente de qué trató el momento que acaba de suceder, para darle un sentido y peso.

Si partes de la premisa de que todo el tiempo estás tomando decisiones, es un infortunio capital desconocer las causas y los resultados del momento en que autómatamente llegaste a tal decisión. Y dicha decisión cuenta con un agente expansivo que trastoca múltiples eventos y hasta personas. De aquí que no haya acciones menores.

Parece tonto, pero lo es más, no precisarlo en un ejercicio diario, instantáneo, de advertir los nexos causales de cada ligera y leve acción.

La palabra está de por sí gastada. Conduce al peligroso y maloliente sendero de la polisemia, donde motivar conduce tanto al principio sutil de un comportamiento, como a un peligroso sendero de complacencia kitsch.

Pero comprender y no sólo entender una motivación toma más tiempo, precisión y disciplina que el shopping o el fut.

Hacerte la honesta pregunta (como una especie de alarma a tiempo y modo) en torno al por qué, para qué y con qué consecuencias de vaciar la cartera en el shopping o la expectativa en el fut, cambia por completo el modelo de percepción de realidad, por ende, la naturaleza de experiencia de lo que entiendes por vida.

Esa vida, si lo piensas, no es otra cosa, más que este instante. Es lo único que tienes como evidencia y  prueba irrefutable de existencia. Sin embargo, ¿cómo es que distingues el instante en su inicio y fin. ¿Cuál es el perímetro del instante y cómo dejas algo fuera y dentro de él? ¿Dónde está la parte constitutiva de un instante que lo vuelve ese instante y no otro?

No somos una especie de preguntas (en todos sentidos). Al menos no de las preguntas conducentes a crecer (en todos sentidos). Y es que el valor de una buena pregunta subyace precisamente en la respuesta, y el sentido de ésta aporta elementos incandescentes para seguir preguntándote. Finalmente, nunca deberíamos de dejar de hacer preguntas. Cuando aceptamos el mundo tal cual es presentado a la vista, nos volvemos dóciles, livianos e infértiles en el terreno de las ideas.

Imagina por un instante hacer presente ese instante y lograr sostener este ejercicio a lo largo del día. Seguro cambiarían muchas cosas, pero lo más fuerte quedaría puesto de manifiesto en la integridad que guardases del momento presente.

Y al advertir el momento de inicio y fin de dicho presente, por fuerza sobrevendría la preparación y la evaluación de presentes que pasaron ya y que aún no suceden. Y eso es auscultar la motivación.
¿Entonces, ¿qué te mueve? ¿Por qué lo hace y de ese modo? Ahí radican las preguntas por medio de las cuales el Oráculo de Delfos pretendió sacarnos de onda con la simple idea de retar la introspección y saber si te conoces.

¿Lo haces?

¿Y con qué motivación?

sábado, 19 de marzo de 2011

Instrucciones para guardar toda proporción



La vida puede ser concebida como un neurótico tránsito de balances e imbalances.

Y probablemente uno de los asediados trucos sea, precisar proporción (no necesariamente balance) entre estos dos.

La proporción exige perspectiva y sentido de ponderación entre dos puntos. Pero todo se colapsa cuando entre esos dos puntos estas tú como agente observador.

Heisenberg planteaba que el observador afectaba la realidad con el simple acto de percibirla. Con este tipo de argumento, la proporción pierde curiosamente  perspectiva al retar decididamente los puntos A y B que afanosamente hay que comparar.

¿Por qué (y para qué) nos ha de costar tanto entender una proporción si estamos manufacturados bajo cualquier tipo de éstas?

Por ejemplo, de acuerdo a la Proporción de Fibonacci, si mides tu estatura en centímetros y la multiplicas por 0.618, tendrás la cantidad de centímetros también, que debes contar desde el suelo hacia arriba en tu cuerpo y que apuntarán a tu punto 'áureo'.

Esta simple forma de medir qué tan proporcionado es tu cuerpo, es la gran carencia en la forma de conducir tu dirección de pensamiento.

Basta imaginar una métrica que apunte al silencio instantáneo cuando una espontánea brutalidad escape de tu opérculo bucofaríngeo, para aplaudir el dispositivo.

El punto es que no hay punto. No puede haberlo cuando la visión desproporcionada por condicionamiento natural altera la percepción y con ello el sentido de realidad.

¿O es proporcional tu ego con la capacidad de, al menos, percibirlo?

El ego se tiende como la desproporción de cualquier medida. Si te das cuenta, desde el tropezón en el que te torciste todo, pero cuidas el sigilo para que nadie te haya cachado, hasta el incansable ejercicio de no observar ninguna otra posibilidad, más que el 'para mí' tiene a este planeta en una cruzada contra sí mismo. Fuera de cualquier proporción, sea de higiene mental o de sentido común.

Por eso ser proporcional tiene la gracia de pensar la realidad de modo geométrico y no aritmético. Con volumen, con gracia, con sazón y plena consideración de la otredad es como la legítima proporción se acurruca ronrroneando el momento.

La proporción entre el ego, la dispersión y la inconciencia es suficientemente grande como para ser percibidas como desproporción en la mente cotidiana.

Por ello sería muy honesto y útil decidir si mejor guardas tu proporción y con ella el respectivo silencio que, después de todo, es un privilegio y no una obligación.



jueves, 17 de marzo de 2011

Instrucciones para disfrutar un dolor de cabeza


No hay signo de malestar más emblemático en nuestros tiempos, que un buen dolor de cabeza.

La lista de espera para atender cada uno de los acaballados sucesos, ahora hábilmente convertidos en problemas (léase 'ya valí) suele traer consigo taladro y rotomartillo por aquello de la duda bordadora de de una mediocre jaqueca.

Que te duela la cabeza es padre. No sólo reafirma la condición de contar con una, sino que permite cuestionar seriamente muchas cosas que son irrelevantes cuando no te duele.

Por ejemplo, tal vez lo más importante sea la posibilidad de cuestionar el malestar del dolor. 

Por sí mismo, éste no es otra cosa más que un signo, un síntoma y en sí, una designación que se hace ante la pérdida o ganancia de un agente.

Pero por sí mismo, ese dolor de cabeza no puede ser sinónimo de una ominosa calamidad ya que al mismo tiempo es indicio que señala un mal mayor, por lo que debería ser, en el peor de los casos, aplaudido con gratitud y elocuencia.

Cuando te duele la cabeza es fácil caer en cuenta de que lo único que importa eres tú (y tu cabezota, en ese orden). No importa ni hay más. Si el mundo tuviera cabeza (y le doliera), en una de esas (tal vez) te medioentendería. Pero como no es así, que rueden todos porque tu malestar demanda la atención y pleitesía del mundo.

Hay de dolores a dolores de cabeza. Están los pusilánimes que hasta ellos mismos han de experimentar dolor, pero que fácilmente te los quitas con un bostezo. Hay los que trepanan las ideas en la parte trasera del cráneo (la zona roja del mismo), que en ocasiones se doman hiperventilando o con algún remedo de remedio. Y están los que en sí, parecieran resultar un  dolor de cabeza Fórmula uno, como para presumir en público o ganar un derby.
La triada dolor-cabeza-ego suele ser poco rentable en el corto plazo. Pero  es sumamente auspiciosa para darte chance de exprimir tu lado más primitivo y precario. Te duele la cabeza, no así la mente, quien permite ver y auditar si te duele (o no) la cabeza, y al mismo tiempo cuestionar si es el mundo el que cambia y se torna apocalíptico y huraño cuando te duele la cabeza.

Y es que el dolor no le duele tener identidad.
La que sea que le proyectes. 

viernes, 4 de marzo de 2011

Instrucciones para ver un partido de futbol


No es simple escribir estas letras cuando uno le va al Santos.

No porque sea bueno o malo, grande o pequeño, imperial o augusto, sino porque este efecto fue resultado de una causa derivada de una reacción al desacomodo de una diversión que no quería ver ganar al América o a las Chivas intercalándose los campeonatos, y también se resistía a celebrar cómo ganaba un campeonato el Necaxa con un pusilánime empate a ceros en una final.

Fue entonces cuando hurgué en el fondo de la liga y encontré que el Santos Laguna era un equipo que por necesidades de todo tipo (desde afectiva hasta económica) era un verdadero show: 85 de los 90 minutos de un partido eran de bostezo, pero los últimos cinco eran de final mundialista.

Y sin necesariamente proclamarme como panbolero, me cae bien el Santos como me cae mejor la argucia con la que el televidente se desprende de sí mismo cuando escucha al Perro advertir el inicio de un partido, como si se tratara del anuncio de una declaratoria de guerra.

El futbol es mucho más que 22 cráneos persiguiendo un asustado balón. Lo veo más bien como un pase filtrado al área, de un costal insostenible de dinero; un penalty de expectativas que mueve pasiones y sentidos de pertenencia realmente extraños; un baile en media cancha de egos y -sobre todo- un esperado fin de semana para hacer quinielas, detener el mundo por 90 minutos y convertirse en Director Técnico del televisor de tu sala.

Lo más curioso es que al terminar el partido, te tienes que quedar a soportar los lugares comunes y sinsentidos que balbucean exfutbolistas autoproclamados locutores, como si te quedaras a ver si al final de la  transmisión, y entre la repetición instantánea y posibles bloopers, cambiara el resultado del encuentro (naturalmente a tu favor).

Se dice análisis, pero en la discursiva perorata del final de un encuentro, es imprescindible revisar el micrométrico pliegue del cachete del Chupete Suazo para poder así comprender su gol y con ello las misteriosas asociaciones que hicieron que la pelota entrara por debajo de tres postes.

Ya conoces el resultado y el de todos los equipos, ligas, jornadas y dimensiones de existencia. No obstante, hay que ver la repetición de la repetición (de la repetición) en el resumen nocturno: no vaya a ser que haya cambiado algo. O por lo menos sirve para reificar el día, porque no siempre se gana, y ver varias veces la hazaña de tus muchachos hará las veces de pensar que ganaron (sí: tú y ellos, la 'institución' y los revendedores, las televisoras y las panzas cheleras, el Pueblo de México y sus patronos emergentes, un partido de futbol y con ello la gloria... Así sea momentánea.

Ver el futbol en modo Phantom, con camisa del equipo en uno mismo, con pleno onanismo por lo que sea que rodee el contexto y con su respectivo Niño Dios encamisado sólo puede merecer un locutor de TV Azteca para completar el cuadro. Es absurdo el fondo: ¿de verdad requerimos un blandengue con acento semiespañol que se siente Vargas Llosa y sólo irrita los nervios propios y ajenos? ¿Se requiere que esa voz traduzca lo que tus ojos están viendo? ¿Es imperioso conocer el sabor de pizza favorito de Oswaldo Sánchez para sentirte fan?

El futbol es extraño. Tanto, que permite ver cómo afloran las emociones más básicas del hombre en competencia, cuando en su forma más básica, no es otra cosa que patear un esférico.

lunes, 28 de febrero de 2011

Instrucciones para adoptar una costumbre



La pobre no tiene tutor ni tutorial. Tal vez por eso sea contundente su atracción.


Te acostumbras a la comida fría, al  respondón en público, al intermitente Territorio Telcel, a escuchar y procrear mentiras, a sobrellevar tu vida… menos a no comer y a dejar de ser víctima de acostumbrarte a algo.

Se necesitan 21 días para cobijar a una de estas pobres, y para llamar la gravedad del peso de su orientación basta un instante.

En esas tres semanas se gesta una organización de comités de acoplamiento de hábitos, no necesariamente con un corte democrático.

La tiranía del impulso condicionado es el verdadero incubador en esta cuna de adopción. Mece al recién pensado con rostro de insana ternura en tres tiempos: uno para embelezarlo con inconciencia, otro para dormirlo festivamente y otro para proyectarlo con normalidad por los días venideros bajo el más astuto síndrome de adecuación. O sea, para hacer de cuenta que no hay cuenta, porque a no tener cuenta es a lo que te estás acostumbrando con el simple hecho de acostumbrarte a lo que sea que te estés acostumbrando.

Pero sin rima peligrosa ni acento extraterrestre, vale poner el tentáculo ahí: cuando te acostumbras, pierdes cierta cualidad humana.

Piénsalo en términos de un beso. ¿No es patéticamente execrable ver cómo un par de esposos se despiden lanzando un besito por el aire? ¿O qué tal cuando te ponen a modo de “Ahí te ves” un cálido y apreciado “Besos”? Por favor, cuando te hagan esto, responde de inmediato con la pregunta “¿Cuántos?”.

Acostumbrarte a cualquier costumbre no puede terminar nada bien. Sea a los golpes o a los cariños, esta costumbre termina elaborando facturas difícilmente pagaderas en una sola exhibición.

Para acostumbrarte a algo lo primero que hay que hacer es rendirle culto a la zona de confort. Permitir qie el día gobierne la sorpresa y que la rutina se transforme en ley absoluta. Poner cara de zombie o de güey (es lo mismo, pero una tiene un grado mayor de sofisticación) es mandatorio. De nada te servira acostumbrarte a lo que sea si no demuestras tu hipnótica adicción a la complacencia por ceder tu vida sin intereses (en cualquiera de sus sentidos).

Por ello habría que abrazar esta adecuación con el mayor sentido de onanismo y hacer a un lado cualquier pusilánime posibilidad de generar frescura de pensamiento para comprender con ello que la llave se llama instantes de conciencia. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué consecuencias?

Mientras no haya respuesta, no habría por qué (ni para qué) acostumbrarte a desacostumbrarte.

sábado, 19 de febrero de 2011

Instrucciones para abrir (y cerrar) los ojos



Hasta en el magro asunto de cerrar los ojos existe una veta con capas geológicas a investigar. E instigar.

El aleteo sutil que precisa ser el parpadeo lleva a un automatismo que, como todo proceso automatizado, paradójicamente se deja de observar y se gesta con la misma destreza con la que un contador saca una básica y eficiente suma fiscal.

El objeto ya no es pagar un deber, sino ver cómo se toma un atajo, se saca el mejor partido y se aprovecha de la situación contable. Muy parecido que con cerrar los ojos.

Si con esa maestría y artimaña se decidiera dar cabida a la espaciosidad de la atención en algo que puede ser instantáneamente misterioso y común como el parpadeo, la oportunidad de realmente ver se daría, precisamente, en alta definición independientemente de que estuvieran abiertos o cerrados los ojos.

Con recapacitar un momento se entiende que los ojos siempre están abiertos y lo que se abre y cierra como válvula de filtraje en relación a lo interno y lo aparentemente externo, son los párpados.

He visto párpados tatuados con un dibujo de un ojo y lo que de inmediato pienso es el afán por observar, por inteligir y decodificar, por encima de guardar la vista para uno mismo. Pero si en este último actuar reside la capacidad de comprensión del método y el proceso, se comete un grave error a nivel civilización, al pretender dirigir con primaveral onanismo la atención hacia afuera y querer comprender la realidad con el método externo como base y resultado.

Si en efecto se tratara de lubricar el ojo, basta pensar que esa leve, inmediata oscuridad y breve revisión de la ventana interna (algo mucho más real que cualquier reality check) es lo que en realidad lubrica eso: la ilusión de la realidad. La capacidad de creer que lo que desvela y permite un par de párpados es the real thing. Tan real y tan thing , que ni siquiera reparas en cualquier otra posibilidad.

Parpadear no tiene mucho sentido fuera de ese lavado y engrasado inmediato. ¿Qué pasaría si el proceso mecánico fuera a la inversa? Es decir, que constantemente hubiera visualización interna y de vez en vez se accediera a abrir el ojo, como para saber que lo que sea que hay allá afuera está condicionado por el mecánico accionar de la percepción, detonada y sagazmente manipulada por todo tipo de filtros emocionales e histórica y contextualmente condicionados?

Por ello, parpadear es más arquetípico que funcional, si es lo que quieres. Quien pueda contar sus parpadeos diarios recibirá el premio de estar alerta. Quien pierda la cuenta tampoco importará si lo que hace es capturar la esencia del ejercicio. Quien parpadea como si fuera una obligación, de ese modo transita por este suelo (que debería ser para él, subsuelo).

Parpadear es algo tan minúsculo y pasajero que seriamente pone a discusión el concepto y validez –sobre todo vigencia- de ‘Ahora’.

lunes, 14 de febrero de 2011

Instrucciones para tener más followers


Si algo hay que dar crédito a la Web 2.0, es que su espíritu voraz y ventajoso no tiene límite.
Piénsalo un momento: en la Web 1.0 el editor era el responsable de los contenidos de los sitios y el lector, de algún modo se quedaba inmóvil, al borde de la pantalla con toda la pasividad que puede generar una lectura.

Para la versión 2, esto cambió. Imagina la red (al más puro estilo Farmville) como una parcela de campo donde el dueño permite que entre quien quiera para que la siembre y la cultive. El morbo, la curiosidad y las ganas de compartir miradas a otras tierras será el punto de gravitación, pero al final del día, el dueño de las hectáreas será quien lucre con lo que otros producen. El público es el generador y consumidor del contenido y el dueño no mueve un dedo.

Era lo que le faltaba al absurdo para que esta época lo adoptara como badge recién adquirido en Foursquare. El ego y el ocio instan a que se ventile la comunicación del modo más volátil posible. 140 caracteres. Unos cuantos segundos. Salir del anonimato y volverte trend topic. Hacer grupos y regodearte como fabricante de algo que es intangible. Estar enredado. Literal.

La vida en la red es lo más parecido a verte como araña. Tejes varios filamentos que bien podrán operar como obstáculo, y requerirás múltiples brazos y ojos para poder revisar tus cuentas y cuentos.

¿Qué twiteas para ganar aprecio en la Red? Hay quienes deciden generar una bitácora de su día, en respuesta obvia de que no hay quien lo escuche. Hay otros que optan por revelar que está desayunando un kiwi como dato quintaescencial para el desarrollo de la civilización. Y en teoría la herramienta está ahí para que compartas al mundo la respuesta personal al “¿Qué está pasando?”

Naturalmente, en la medida en la que parezcas más inteligente, más irónico, más sabio y más oportuno, será el grado en el que consigas más followers en el holográfico mundo donde un follow es el nuevo abrazo.

Para que alguien te siga (a menos que hayas estrenado la loción que te regalaron en Navidad o seas Mubarak sin escoltas), requieres tener algo de valor. Y ese es precisamente el punto: en las redes sociales vales con una métrica más cool, lo que permite que nerds y geeks estén mucho más emocionados que el verdadero cool análogo.

Ahora tu reputación se mide en cuántos pelados siguen lo que sea que tengas que decir. Sea tuyo o pirateado. El chiste es que parezcas inteligente, cool, único o gracioso. De este modo quien te siga tendrá un texto que copiar o piratear para buscar que alguien más lo siga.

viernes, 4 de febrero de 2011

Instrucciones para saludar a alguien


El paso medido, cronometrado y calculado para evitar toparte con alguien, usualmente desemboca en lo contrario. De este modo, verle a la cara es equivalente a verte la cara:


"¿Cómo estás?"
"Bien, ¿y tú?"
"También"
"Bueno, tengo prisa, bye"
"Sí, yo también, adiós"


El saludo se ha vuelto cosa tan mezquina, rutinaria y burda, que los diputados deberían dejar sus insultos y sus iPads por un momento y promover una iniciativa para derogar los saludos al ser éstos, un cliché y lugares comunes esparcidos de un modo hipócrita y poco elegante.

¿O qué quiere decir el "Bien, gracias ¿Tú?, si no es "Me da lo mismo, quiero evitarte, pero tengo que ser diplomático"? Ese 'bien' no sólo navega en una amplitud de disonancia, sino en un resorte para esquivar una plática no deseada. Por lo mismo, no necesariamente la respuesta estriba en que estés bien o mal, sino en que estés.

Por el contrario, la respuesta más honesta tendría que ser 'mal, estoy mal porque no sé cómo decirte que no te quiero saludar'. Ahí tienes, por ejemplo, la diplomacia al saludar en Egipto.

Un saludo es reconocer a alguien y expresar lo que sea que esto provoque en uno: usualmente alegría o sorpresa. Paradójicamente con este momento, la historia del saludo data de 5 mil años atrás, en tierras egipcias y mostrado en jeroglíficos, donde por medio de estrechar un par de sudadas manos, se sellaban pactos entre hombres y deidades.

En Grecia y Roma se acostumbraba saludar chocando las manos, pero con una pequeña variante a la de hoy: tenías que tomar la muñeca de la otra persona y el apretón tenía que ser sustancialmente fuerte.  Esto se le atribuye a que cuando se encontraban dos aldeanos de distantes pueblos, lo primero que debías hacer era pacíficamente retirar sus dagas y ver cómo reaccionaba la contraparte. Si ésta hacía lo mismo, entonces se guardaba el arma y agarrabas fuertemente la muñeca derecha de la otra persona para que no sacara su arma y te apuñalaran a traición. Sólo así podían hablar tranquilamente.

En la Edad Media se daba la mano contraria al lugar donde llevabas tu espada, (que solía ir colgada a la izquierda) al ofrecer esa mano el contrincante observaba que no ibas a sacar la espada y apañarlo cual sanguijuela.

Poco a poco, el saludo fue evolucionando en una camaradería, hasta que hoy se encuentra, casi como una App en iTunes, como un must, como un gadget pasado de moda, como un auto 1999 en lamentable estado: ¿Qué significa: “Besos o Xoxo”, por ejemplo? El descarado nivel de lejanía proxémica nos hace tamagochis alimentados por estímulos semiautómatas.

Y estas letras no son una apología grinch a sonreírle al prójimo, sino a cuestionar el nivel de superficialidad y automatismo que hemos cultivado.

¿Qué pasaría si saludaras a quien realmente quieres saludar? ¿Si conscientemente registraras el campo energético de tu interlocutor y estrecharas con total fuerza e intención su mano? ¿Si al preguntar: “¿Cómo estás?”, realmente te interesara?

viernes, 28 de enero de 2011

Instrucciones para ver la Luna



It may be that the old astrologers had the truth exactly reversed, when they believed that the stars controlled the destinies of men. The time may come when men control the destinies of stars.
-          Arthur C. Clarke


Lo primero sería saber que de ninguna manera podríamos verla sin que ella deseara ser vista.
Esta anuencia vuoyerista colma y calma cualquier ansia astronómica o meramente anecdótica que pueda emerger en el público cautivo.

Para ver la Luna en serio hay que convertirse en cuerpo celeste. Esto es, encontrar un espacio reservado exclusivamente para apostarse sobre la plataforma de la hipnosis y poder recorrer -delinear una vez más- el perímetro luminoso de dicha incandescencia. Unir los puntos y saber que no habrá fin numérico, si es que estamos hablando de números imaginarios, que serían los únicos que podrían dibujar la Luna.

Me resulta inexplicable acostumbrarse a no voltear a ver hacia arriba. Es sinónimo perfecto de aceptar al mundo en su versión más ramplona y contentarte con su desasosiego.

Tal vez para eso existe el cielo: como un recordatorio de la intangibilidad, pero accesabilidad de una realidad distinta a la que es percibida por estos cinco limitados (y también ramplones) sentidos.

Sin necesariamente hacerlo, pero febrilmente querer aullar cuando ni parpadeas frente al disco, a la uña recortada o al cuarto creciente, a la sandía gris, al conejo apenas perceptible, el espectáculo es el más impactante que un ser pudiera presenciar y deberían arrestar por no voltear a verla - al menos diario-.

Parece tan cotidiana, tan frugal y urbana, que hasta la adaptamos a nombres y apellidos, a marcas, espejos, tiendas, canciones y la asociamos con creencias de cualquier tipo de suceso en principio incomprensible.

Para ver la Luna tienes que saber que te provocará lo que precisamente traes dentro, como una proyección fidedigna de cualquier emoción o falta de esta, en una refinada versión de un intempestivo buffet experiencial y testimonial.

La noche boca arriba se tiende sin penumbra como lámpara velada en lo alto de la pared más alta que encuentres. Las poleas invisibles que sostienen y juguetean con las estrellas, que tan cómodamente se balancean para asombro del respetable le han puesto un caballito de tequila a la misma noche. ¿Quién hubiera pensado que la Luna lo iba a tener todo tramado?

Un vacío que se instala entre el (celeste) cuerpo y el cuerpo (celeste) no alcanza a dimensionar ni la magnitud ni el desmayo que de modo lógico generaría.

Así, con un halo, verde, roja, panzona, pellizcada, cacariza o escondida, la Luna y su origen, enigma apenas explicable por medio de mitologías o síndromes de adecuación se tiende como perfecto post it a la vista de todos, como para recordar constante e insidiosamente que no hay cómo creer que todo esto es “normal”, rutinario ni oblongo.

jueves, 6 de enero de 2011

Instrucciones para cumplir años


Debo decir que me da bronca, siquiera la idea de cumplirlos. No precisamente por la taruga idea de envejecer e intentar ganar una batalla que se pierde con el nacer, sino por el concepto de cumplir como un deber ya dado o programado, en este caso con el Sargento del tránsito vital.

Como si cada 365 días uno tuviera esta obligación casi fiscal de pasar a un estrado donde intentas justificar tu existencia ante el mundo con carita de no necesariamente saber lo que está sucediendo, pero repartir abrazos y besos a conocidos y archienemigos, el día transcurre con una anormalidad embarazosa.

Por ejemplo, si la existencia se contabilizara en una especie de legítimos logros con impacto propio y colectivo, el número sería significativamente más relevante que un mero odómetro al que much@s le temen por regla social. Y es que siempre se puede imaginar una conversación mucho más relevante: ¿Cuántos salvamentos comunitarios tienes? -Cinco, ¿y tú? No, yo apenas voy por el segundo, estoy chico aún. En todos sentidos.

A estas alturas de la vida, lo mejor que le puedes encontrar a un cumpleaños es que no sea tuyo. Pero éstos parecen embelezarse con uno hasta hacer desaparecer, casi del todo, este grincheo. Te bastarán unas cuantas horas para ser rodeado por un equipo SWAT de gente que ni conocías deseándote 'lo mejor, mejor del mundo, siempre'. Y se les agradece. Las palabras como los autos tienen pensiones donde se les deja unos días para usar otro medio en cuestión sin estresarse por su fuga voluntaria o involuntaria.

Romperás envolturas de regalos minuciosamente elegidas que combinan perfectamente con el moño y con la indiferencia y prisa por saber qué hay dentro. Te cantarán de un modo incómodo e incompetente Las Mañanitas que querrás que sean las nochecitas. Notarás quién tiene buena agenda, buena memoria y a quién se le escapó la fecha, por lo que tendrás que odiarlo por varios y reglamentarios lustros.

En los cumpleaños te llegan a decir que es 'tu día', lo que sea que esto signifique: Disney Face, doble hilera de dientes sonriendo para la foto, espíritu de ser el He Man del pastel de 9 pisos y en una de esas, secretamente esperar a que todos los días el trato sea igual.

De pronto hay un momento en todo buen cumpleaños, en el que, entre llamada y llamada de gente que hasta trabajo cuesta recordarla, que te separas brevemente del compulsivo latir del día, evitas los espejos que exigen atención constante (y para esta hora sostienen ya otras esperanzas), eructan ciertamente otras imágenes que no eran las invocadas (pero ¡qué diablos! son precisamente imágenes) y juegas con las preguntas: esas que te haces en días como estos y deberías hacerte también en días como otros.

Lo que sigue es el duchazo de agua fría que aparentemente incomoda pero es lo que mejor ayuda a la circulación y a saber que circulas con soltura, sea o no tu cumpleaños, y sonriendo con cada gesto de la gente.

Sea uno festivo o uno cotidiano.